martes, 30 de septiembre de 2008

::OPERAR CON LO INCURABLE, LO INTRATABLE

Colette Soler


Publicado originalmente: La Cause Freudienne - Revue de psychanalyse nº 22. Octubre 1992






Psicoterapeutas y psicoanalistas acogen la misma demanda que motiva el síntoma y utilizan el mismo medio: la palabra. No la usas, sin embargo, de igual modo, y no apuntan a los mismos fines, como acuerdan reconocer. Unos y otros, efectivamente, no cesan de afirmar sus diferencias. Los primeros incluso utilizan a veces el psicoanálisis como valedor, prometiendo: más breve, más humano, menos caro, menos peligroso, etc. En cuanto a los psicoanalistas, pretenden introducir al sujeto que se confía a ellos a otra cosa, incluso a un más allá de lo terapéutico.

Sin embargo, el psicoanalista no recusa la demanda terapéutica, e incluso la presupone. Es un hecho de la historia. Freud no se subió a la escena de la civilización por la vía especulativa. Se adentró bajo la investidura del médico. Médico de lo que entonces se llamaba las “enfermedades nerviosas”, cuya noción bascula entre causalidad orgánica y causalidad psíquica. La subversión que Freud introdujo encontró apoyo en la función del médico, por lo que queda de ambiguo entre el sabio y el terapeuta. Vean por ejemplo el hombre de las ratas. Freud es supuesto por él que sabe interpretar los sueños, pero sólo se le dirige porque quiere que cese el tormento de su síntoma. En 1911 Freud observa: “La posibilidad del éxito terapéutico condiciona nuestro tratamiento”. Condición sin duda no es causa, menos aún causa final, pero no deja de ser ineliminable. Freud, por otra parte, no esquivaba prometer el éxito terapéutico. ¿Era esto por no haberse operado en él el puro deseo del psicoanalista? No lo creo.

El psicoanalista acoge a “aquel que sufre”, o más bien a aquel que, porque sufre, pide …que eso cese, y con eso otra cosa aún. Puede sufrir por muchas razones. Que el éxito se le escurra entre los dedos, que el amor le escape, que el saber o el poder resista a su captura, que curiosos fenómenos lo asedien, que el vacío de su vida le abrume, poco importa, el psicoanalista no dice que no. Indudablemente no en todos los casos el sufrimiento recurre al Otro. Más acá de toda llamada, el dolor mudo del melancólico es el paradigma de un rechazo de la demanda cuyas figuras son múltiples –desde la anacrónica cuestión de honor estoica hasta la distracción moderna- y con el que el psicoanalista pocas veces se encuentra, por definición. Pero cuando se le pide, el psicoanalista abre su puerta, pues sabe que hay respuesta.

Sabe para empezar que el efecto terapéutico es posible. Consiste, en su definición más simple, en resolver, para un sujeto dado, lo intolerable de lo que llamamos síntoma. Eso intolerable es particular para cada uno. Incluye la respuesta del sujeto a aquello con lo que se encuentra, y ninguna verdad universal responde de ello. Por ello el efecto terapéutico se desdobla: o bien eso que era intolerable desaparecerá, o bien eso que era intolerable dejará de serlo, intolerable. Se ve la diferencia: en un caso se cambia la causa, al menos la causa del sufrimiento, en el otro se cambia el sujeto. O bien el obsesivo descubrirá el vacío del pensamiento, o bien se acostumbrará a su obsesión, modificada o no. A más largo plazo, o bien acabará por encontrar su pareja o bien se acostumbrará a la soledad. Dejemos pues de decir que el psicoanálisis no promete nada. Es inexacto, y por definición, puesto que la oferta es ya promesa, aún más desmesurada a veces cuando queda implícita, envuelta en las implicaciones del procedimiento.

Aquel que acoge la demanda de curar es necesariamente supuesto sanar. Y además ¿acaso no promete lo imposible, desde el momento que no pone objeción a que la transferencia deje espejear, a la entrada, la esperanza de ver cesar el “Uno solo” que es el destino de cada uno? El efecto terapéutico, el psicoanálisis está de acuerdo en ello –como posible. No se trata sólo de decir “por qué su hija está muda”, se trata también de hacerla hablar, como dice Lacan. Es pues una terapéutica. No digo una psicoterapéutica, pues no trata la psique, el alma como unidad supuesta, sino la división que la palabra introduce en esta unidad. Y si se le llama “psico” es más bien para señalar que operando con el verbo excluye por su consideración toda referencia a la causalidad orgánica.


Una terapéutica, sí, pero en todo caso “no como las otras”, decía Lacan en 1953, y sobretodo muy distinta de una terapéutica. Es la diferencia lo que hay que hacer valer. No se reduce a una diferencia de finalidad. Con frecuencia se sostiene, y con razón, que el objetivo epistémico distingue al psicoanálisis. De hecho uno no sólo se analiza para hacer ceder el sufrimiento, sino también para encontrar el por qué. Bien podemos poner frente al psicoanálisis, que si cura lo hace revelando el inconsciente, a las psicoterapias, que curan haciéndolo callar, tal como lo hace el mismo discurso del amo. Aún hay que precisar las operaciones respectivas del psicoanalista y del psicoterapeuta. Éstas implican, según Lacan, una diferencia de ser que designó al introducir la noción de “deseo del psicoanalista”, de nueva aparición en la historia, a excepción de algunos precursores. En efecto, el psicoterapeuta está desde siempre: desde que hay hombres se responde al sufrimiento por el verbo, no sin efecto. Al psicoanalista hubo que inventarlo –la cuestión es saber si fue Freud quien lo hizo por primera vez y él solo- y su presencia en el mundo sigue siendo problemática y precaria.

Del uno al otro la diferencia de respuestas se puede captar bastante fácilmente a nivel de la estructura de la palabra, se inscribe en nuestra doctrina con dos letras: la A mayúscula, con la cual Lacan escribe el Otro en juego en la palabra –en cuanto que es distinto del semejante-, y la a minúscula, con la que designa la función de l causa. El clínico es terapeuta cada vez que interviene como Otro, situándose al nivel mismo en que se despliega la demanda de curar, o sea, tal como se ha dicho, en el primer piso del grafo de Lacan. La demanda supone el Otro. Se dirige a él como buen entendedor y lugar supuesto de la solución. En él sitúa la llave de su felicidad, así como de su verdad, a menos que, decepcionada, su obsesión no aloje ahí la causa de su malestar, no haga de él el lugar de su falta de saber así como de su falta de goce. Así la demanda hace consistir al Otro como lugar de la causa. Siempre resuena en ella algo implícito: Padre, no ves, no sabes, no quieres, Padre, por qué? También hace pesar sobre quien está en posición de interlocutor la solicitud muda, y sin embargo ruidosa, de lo que Lacan llamaba una “secreta conminación”. La demanda, -que ya es por sí misma una retroacción de la oferta-, sugiere la oferta. Es fundamentalmente una seducción que tiende a su interlocutor la imagen falaz de aquel que puede completarla …de su escucha, de su comprensión, de su saber, qué sé yo de qué más? El clínico, cuando cede a la sugestión/seducción de la demanda, se reduce a la función del terapeuta. Eso le conduce a responder a su vez por otra sugestión, que apunta a reducir la llamada del sufrimiento y que, como toda sugestión, pone el significante en el lugar del mandato, prodigando consejos, normas y modelos. Es lo cotidiano y lo ordinario del discurso del amo, con el que, como decía Lacan, el terapeuta colabora.

Esta sugestión opera en las psicoterapias, tanto en la práctica como en la teoría. Las psicoterapias también interrogan las causas. Algunas se creen psicoanalíticas porque toman de Freud su mito de Edipo, otras, cada vez más numerosas, inventan, sin siquiera alcanzar al mito, y contrariamente a lo que suele creerse, no siempre en el sentido del buen sentido. Que se rastre la causa supuestamente primera, a nivel del cuerpo, -líquido amniótico, primer respiro del nacimiento, flujo de las energías oscuras, es todo lo mismo, ¿y por qué uno antes que el otro? –o transacciones fallidas de la familia, o de todo lo que se quiera elucubrar aún, han parodiado la ciencia y se carga a las espaldas de los hombres un fardo redoblado, añadiendo a los plus-de-goce “de imitación” de la civilización las causas ficticias ofrecidas para ser creídas, taponando su entendimiento. Freud mismo cae en ello con su Tótem y tabú, que hace subsistir una adherencia entre psicoanálisis y religión, que Lacan intentó hacer ceder. Todos los inventores de psicoterapias responden como Otro del saber, envidiosos del saber elaborado por Freud. ¿Hay que decir entonces que son impostores de buena voluntad? Yo más bien diría que eso les pone a la par del discurso común, el cual, entre causas y normas, intenta gobernar los deseos.

El clínico, en la medida que responde como analista, no es terapeuta. Rehúsa a hacer de Otro y no tiene nada que prescribir. Es más, el psicoanalista, como capacidad que supone un deseo, se engendra a partir de la reducción del terapeuta que dormita en cada uno. De los hablantes (parlêtres) se puede decir: todos terapeutas, al menos virtualmente. ¿Quién lo muestra mejor que los sujetos histéricos? Allí donde ello sufre responde con su presencia, siempre presto a vibrar de compasión con las debilidades humanas, desplegándose su demanda con toda naturalidad entre la solicitud virulenta y la mano tendida para el auxilio. Es tal vez menos evidente, pero igual de verdadero, en el sujeto obsesivo. Se dirige menos espontáneamente al otro, pero a poco que se fuerce la puerta de su retirada, -sin por ello empujar la de su inconsciente-, es también un gran consolador. Es que la demanda es caritativa. En la linde del psicoanálisis, Ana O es su paradigma: el fracaso de su análisis supuso el éxito de su vocación de gran enfermera. De modo más dramático, la evolución de Ferenczi habría que incluirla en el informe. Allí donde el sufrimiento del síntoma no es analizado, genera la reivindicación terapéutica: cuidar, ser cuidado.

El análisis condujo a Freud a un descubrimiento que complica en mucho la intención terapéutica: el displacer que causa el síntoma es engañoso, pues es también un placer que se ignora, una satisfacción, dice Freud, a nivel del ello. A aquel que les trae su lamento no le dirían: “donde ello sufre, ello goza”, obviamente, sería violento y poco eficaz. Sin embargo éste es el descubrimiento, escandaloso con respecto a los sentimientos humanos, que hizo Freud. Lacan primero lo moduló con un “ello habla” en el sufrimiento, pero era para llegar a decir, como Freud, y mejor, que lo que constituye la desdicha (malheur) del paciente no es otra cosa que “la dicha” (bon heur)del sujeto, que hay que escribir con dos palabras para evocar la suerte (heur), la fortuna, es decir la repetición de su encuentro con un goce que objeta su principio del placer.

El terapeuta es aquel que no sabe, o que no quiere saber, o tener en cuenta que el secreto del síntoma se llama castración y pulsión. Un psicoanálisis llevado a su término, al deshacer las identificaciones samaritanas, hace ceder el deseo de responder como Otro, y marca en cada uno el fin del terapeuta. El psicoanalista “descarida” (décharite), decía Lacan. Se capta la lógica de este cambio. Si la demanda y la imaginación propia del neurótico instituyen al Otro y le dan consistencia, aquel que ha atravesado esta imaginación descubre que la causa no es del Otro. Podrá entonces permanecer frío, digámoslo claramente, intratable, ante las sugestiones de la demanda que le ofrece el puesto del Otro. Este intratable no hay que situarlo, desde luego, a nivel de la técnica analítica, sino a nivel de su política, es decir, de sus fines. Aplicado a nivel del saber hacer, sólo sería por parte del analista desconocimiento tiránico de las particularidades de cada caso.

El psicoanalista se engendra pues como un más allá del terapeuta. Lo repito, cuando digo: el terapeuta, no designo con ello la categoría profesional, sino a aquel que dormita en cada uno, a causa de la esencia de la demanda. La frontera es interna al campo de los dichos psicoanalistas, y más esencialmente aún interna a cada cura. El dispositivo del pase, que recoge para su evaluación lo que un sujeto puede decir de la operación así como del resultado de su análisis, es crucial para el psicoanálisis. Lo es de forma redoblada para aquellos que hacen profesión, incluso vocación, de lo terapéutico, sean psiquiatras, psicólogos u otros. Aprendemos de ellos, dado el caso, que curarse del terapeuta no es fácil, y que el paso al deseo del analista, cuando se puede captar, se hace más por hiato, conversión, que por una transición armoniosa. Y aún no se da en todos los casos. El terapeuta se sienta a veces en la butaca del llamado psicoanalista. Por ello importa que, en la práctica, cada uno de los que funcionan como analistas caiga en la cuenta de esta pregunta: “¿has dejado de ser sólo terapeuta?”, y que en la teoría el saber del analista se distinga de las elucubraciones propias para alimentar las creencias que evocaba anteriormente. Para la primera pregunta no hay respuesta directa, sino sólo indirecta, sobretodo por el testimonio del pasante sobre su análisis. Ahí puede evaluarse, entre otras cosas, si el sufrimiento del síntoma ha librado lo bastante su secreto para que el sujeto sepa que el Otro no es el amo de la pulsión, y que sólo levanta la barra sobre ella al precio de los retornos del síntoma y del desconocimiento de esta parte intratable de lo real que, para cada uno, el inconsciente lastra, si ha tomado la medida de lo “archifallido”(archiraté) de la caridad terapéutica para poder responder al sujeto sin hacerse el reemplazo del significante amo.

En cuanto a cambio, el psicoanálisis da más bien otra cosa que las terapias. No es sólo que añada al efecto terapéutico un efecto de revelación. Es que este último, como adquisición de saber, es solidario de un cambio que se le puede llamar a-terapéutico, que deja al sujeto aliviado, no del inconsciente, sino del Otro, el Otro en que alojaba, con su tormento, su coartada. Este resultado no se obtiene en todos los casos, pero basta con que se dé en algunos, y que se sepa, para que apuntemos a que se dé en muchos.

Traducido al español por Manuel Rebollo


[1]N. De Tr. L’intratable también podría traducirse por el intratable, y de hecho aparecen las dos versiones a lo largo del texto: 1º la del intratable, el analista, intratable ante las sugestiones de la demanda, y 2º: lo intratable de lo real en cada uno.