jueves, 29 de mayo de 2008

::Lecciones introductorias al psicoanálisis. La angustia

© ANTONIO SALVATIERRA

Fuente: http://antonio.salvatierra.biz





Para empezar, Freud renuncia a dar una definición del término ya que presupone que “Todos vosotros habéis experimentado, aunque sólo sea una vez en la vida, esta sensación, o dicho con mayor exactitud, este estado afectivo”; y critica la actitud que ha adoptado para su estudio la medicina académica, porque:

“Ésta concentra todo su interés en la investigación del determinismo anatómico de la angustia, y declarando que se trata de una irritación de la ‘médula oblongata’, diagnostica una neurosis del ‘nervus vagus’. El bulbo o médula alargada es, desde luego, algo muy serio. Por mi parte, he dedicado a su estudio mucho tiempo de intensa labor. Pero hoy en día debo confesar que desde el punto de vista de la comprensión psicológica de la angustia nada me es más indiferente que el conocimiento del trayecto nervioso seguido por las excitaciones que de él emanan.”(212)

Considera entonces necesario distinguir antes que nada entre “angustia real” y “angustia neurótica”, ya que la primera se nos presenta como algo muy racional y comprensible, como la reacción a la percepción de un peligro externo que desencadena en cualquiera un reflejo de fuga. Se podría explicar, pues, como una “manifestación de la pulsión de conservación”. Sin embargo, si lo pensamos más detenidamente, la actitud verdaderamente racional ante un peligro externo no tiene por qué entrañar ninguna angustia, bastaría con poder comparar nuestras fuerzas con el peligro que nos amenaza y elegir después en consecuencia la reacción más adecuada: el ataque, la defensa o la fuga. De modo que Freud termina por diferenciar entre un “estado de preparación ansiosa”, útil para desencadenar la acción motora más apropiada (ataque, defensa o fuga), y la angustia propiamente dicha, que en realidad es incluso perjudicial porque si alcanza demasiada intensidad paraliza cualquier acción.

Igualmente, diferencia también entre tres términos que en el lenguaje corriente tienden a confundirse: la angustia, “que se refiere tan sólo al estado, haciendo abstracción de todo objeto”; el miedo, en el que se halla “concentrada la atención sobre una determinada causa objetiva”, y el susto, que designa “el efecto de un peligro para el que no nos hallábamos preparados por un previo estado de angustia”.(213)

Reflexiona ahora que, puesto que la angustia es un estado afectivo, ha de comprender inervaciones o descargas y sensaciones, y estas últimas de dos clases: percepciones de las acciones motoras realizadas, y sensaciones de placer o displacer que son las que proporcionan al estado afectivo su “tono fundamental”. Todo lo cual le conduce a considerar que el estado afectivo tiene la misma estructura que la crisis de histeria y, dado que en toda crisis de histeria se encuentra en su base una reminiscencia propia de la historia individual de la enferma, llega a concluir que el estado afectivo normal puede ser “la expresión de una histeria genérica que ha llegado a ser hereditaria”:

“Creemos saber qué temprana impresión es la que reproduce el estado afectivo caracterizado por la angustia y nos decimos que el acto de nacer es el único en el que se da aquel conjunto de afectos de displacer, tendencias de descarga y sensaciones físicas que constituye el prototipo de la acción que un grave peligro ejerce sobre nosotros, repitiéndose en nuestra vida como un estado de angustia. La causa de la angustia que acompañó al nacimiento fue el enorme incremento de la excitación, incremento consecutivo a la interrupción de la renovación de la sangre (de la respiración interna). Resulta, pues, que la primera angustia fue de naturaleza tóxica. La palabra ‘angustia’ (del latín ‘angustiae’, estrechez; en alemán, ‘Angst’), hace resaltar precisamente la opresión o dificultad para respirar que en el nacimiento existió como consecuencia de la situación real y se reproduce luego casi regularmente en el estado afectivo homólogo. Es también muy significativo el hecho de que este primer estado de angustia corresponda al momento en que el nuevo ser es separado del cuerpo de su madre. Naturalmente, poseemos el convencimiento de que la predisposición a la repetición de este primer estado de angustia ha quedado incorporada a través de un número incalculable de generaciones al organismo humano, de manera que ningún individuo puede ya escapar a dicho estado afectivo, aunque, como el legendario Macduff, haya sido ‘arrancado de las entrañas de su madre’; esto es, aunque haya venido al mundo de un modo distinto del nacimiento natural.”(214)

Pasa después a estudiar la “angustia neurótica” diferenciando en primer lugar tres formas de ella:

1. La angustia flotante, dispuesta a adherirse a la primera representación adecuada. Es la que se observa por ejemplo en “gente de humor sombrío o pesimista”, siempre a la espera de las eventualidades más terribles. Cuando alcanza cierta intensidad, se corresponde ya con una de las neurosis actuales: la “neurosis de angustia”.

2. La angustia que se enlaza a diversos objetos y situaciones dando lugar a las fobias, entre las cuales considera la posibilidad de distinguir tres grupos:

“Algunos de estos objetos o situaciones tienen algo de siniestros incluso para nosotros los normales, pues nos recuerdan un peligro, razón por la cual no nos parecen incomprensibles las fobias correspondientes, aunque sí exagerada su intensidad. Así, experimentamos casi todos un sentimiento de repulsión a la vista de las serpientes, (…) En un segundo grupo ordenamos los casos en los que existe todavía un peligro; pero tan lejano, que no acostumbramos normalmente tenerlo en cuenta. Sabemos, en efecto, que un viaje en ferrocarril puede exponernos a accidentes que evitaríamos permaneciendo en casa, y sabemos que el barco en que vamos puede naufragar, pero no por ello dejamos de viajar sin experimentar angustia ninguna ni pensar siquiera en tales peligros. (…)

Queda todavía un tercer grupo de fobias que escapan por completo a nuestra comprensión. Cuando vemos a un hombre maduro y robusto experimentar angustia al tener que atravesar una calle o una plaza de su ciudad natal, cuyos más ocultos rincones le son familiares, o vemos a una mujer de apariencia normal dar muestras de un insensato terror porque un gato ha rozado la fimbria de su falda o ha visto cruzar un ratón ante su paso, ¿cómo podemos establecer una relación entre la angustia del sujeto y un peligro que, sin embargo, existe evidentemente para él?. (…) no hallamos otro medio de explicar su estado sino diciendo que se conducen como niños. La educación trata de hacer comprender al niño que tales situaciones constituyen un peligro para él, que, por tanto, no debe afrontarlas yendo solo. De igual manera se conducen los agoráfobos, que, incapaces de atravesar sin compañía una calle, no experimentan la menor angustia cuando alguien cruza con ellos.”(215)

Al llegar a este punto, advierte que estas dos primeras formas de angustia, la angustia flotante y la angustia asociada a fobias, aunque son independientes también pueden presentarse conjuntamente en un mismo individuo.(216)

3. En la tercera forma de angustia neurótica también nos encontramos con el mismo enigma que en el tercer grupo de las fobias: no se observa relación entre la angustia y algún peligro que la pudiera justificar. Puede presentarse como un acceso espontáneo, una “crisis de angustia” sin ninguna causa aparente, pero también puede ser reemplazada por “equivalentes de la angustia” (temblores, vértigos, palpitaciones,…) que “deben ser asimilados a ella desde todos los puntos de vista, tanto clínicos como etiológicos”.

De modo que se suscitan dos preguntas: por un lado, si existe algún enlace entre la angustia real y esa angustia neurótica en la que el peligro no desempeña aparentemente ningún papel y, por otro, cómo comprender la angustia neurótica.

Para intentar responderlas recurre primero a sus observaciones en la clínica y dice que ha encontrado tres tipos de datos: los referentes a las neurosis actuales, por los que la angustia se explica como un proceso puramente somático causado por una acumulación de la libido debida a restricciones en la vida sexual; los que proporcionan las psiconeurosis en general y la histeria en particular, en la que se deduce que la angustia se produce por la transformación de la carga afectiva de las representaciones reprimidas; y los que se obtienen de la neurosis obsesiva, en la que se comprueba que la angustia es reemplazada, enmascarada por los síntomas, ya que cuando se intenta impedir a uno de estos enfermos la realización de su acto obsesivo (abluciones, ceremoniales, etc.) inmediatamente experimenta una terrible angustia.(217)

Llama la atención que Freud no se refiere en este examen en ningún momento a las histerias de angustia, y que cuando las describe (“fobias más corrientes”, “un estado de angustia histérica”, etc.) es bajo el nombre de “histeria”, a secas, como si englobase bajo dicho rótulo tanto las histerias de angustia como las histerias de conversión o incluso prescindiera en su relato de estas últimas. Probablemente se debe a que en estas conferencias dirigidas a profanos trata de abreviar.

Una vez que ha concluido su resumen sobre la génesis de la angustia neurótica tal y como se observa en la clínica, aborda ahora la otra cuestión antes citada: qué conexiones se podrían hallar entre la angustia neurótica y la angustia real:

“(…) Sabiendo que el desarrollo de angustia es la reacción del yo ante el peligro y constituye la señal para la fuga, nada puede impedirnos admitir, por analogía, que también en la angustia neurótica busca el yo escapar a las exigencias de la libido y se comporta con respecto a este peligro interior del mismo modo que si de un peligro exterior se tratase. Este punto de vista justificaría la conclusión de que siempre que existe angustia hay algo que la ha motivado; pero aún podemos llevar más allá el paralelo iniciado. Del mismo modo que la tendencia a huir ante un peligro exterior queda anulada por la decisión de hacerle frente y la adopción de las necesarias medidas de defensa, así también es interrumpido el desarrollo de angustia por la formación de síntomas.”(218)

Pero entonces se encuentra con otra dificultad: no debemos olvidar que la libido es inherente a la persona, que de ella no se puede huir oponiéndola como un peligro externo, y por otra parte aún no está nada clara “la dinámica tópica del desarrollo de la angustia, o sea la cuestión de saber cuáles son las energías psíquicas gastadas en estas ocasiones y cuáles los sistemas psíquicos de que provienen”. Así que, para intentar esclarecerlo, se propone estudiar a continuación dos temas que también nos incumben muy directamente en relación a nuestra investigación: la génesis de la angustia infantil y la procedencia de la angustia que se asocia a las fobias.

Sobre la angustia infantil comienza destacando que es tan frecuente que resulta difícil diagnosticar cuándo se trata de angustia neurótica y cuándo de angustia real. Parecería que con ello podría estar refiriéndose a una posible distinción entre los niños que se angustian sin motivos reales para ello y los que sí podrían tener motivos suficientes en su realidad circundante, por las circunstancias en que crecieran, para sufrir angustia real. Pero no es así, porque de inmediato los singulariza a todos y prosigue hablando simplemente de “el niño”, en general, independientemente de cómo pudieran diferenciarse sus entornos particulares.

Por ejemplo en la siguiente hipótesis filogenética: Puesto que “el niño” experimenta angustia en tantas situaciones, se le podría atribuir una intensa tendencia a la angustia real, con lo cual no haría más que reproducir la actitud del hombre primitivo que, por su ignorancia y falta de medios, seguramente experimentaba angustia ante todo lo que le resultaba nuevo.

Por otro lado, también le resulta innegable que no todos los niños manifiestan angustia en la misma medida. Pero al respecto sólo dice que si admite que los niños que más se angustian son los futuros neuróticos porque la disposición neurótica se traduce en una tendencia acentuada a la angustia real, tendría que negar que la angustia pudiera ser un producto de la libido y no le quedaría otra opción que aceptar la teoría de Alfred Adler de que la causa de la neurosis se encuentra en una conciencia de debilidad e impotencia, en un “sentimiento de inferioridad” que persiste en el sujeto más allá de la infancia.

Entonces decide recurrir a “la observación directa de la angustia infantil”, la cual considera que:

“(…) nos revela que al principio sólo la presencia de personas extrañas es susceptible de provocar este estado en el niño, el cual no experimenta, en cambio, sensación angustiosa ninguna en situaciones en las que tales personas no intervienen.”(219)

Para comprender esta afirmación tan radical, conviene volver a repasar sus primeros artículos, la decepción con la que le escribía a Fliess cuando descubrió que los traumas de sus histéricas no habían sucedido más que en sus fantasías, motivo por el que tan dolorosamente hubo de renunciar a la que consideraba como su principal teoría en aquellos años, la denominada “teoría de la seducción”, así como su interés desde los “Tres ensayos” por demostrar sus hipótesis sobre la sexualidad infantil y el complejo de Edipo; todo lo cual nos explica que desde entonces prefiriese partir de la premisa de que los padres siempre hacen bien su trabajo, como nos advertía Yafar(220), y ello hasta el punto de velar cuanto pudo en el caso Juanito -a pesar de su evidente admiración por las cualidades del niño- el “terreno predisponente” sobre el que se desencadenó la fobia.

Continúa desarrollando aquí, pues, la misma teoría de la angustia infantil que ya expuso en los “Tres ensayos”, sólo que ahora su objetivo se ciñe a demostrar que la angustia en las neurosis es un producto de la libido. Sigámosle entonces por este camino.

“Pero si el niño experimenta angustia a la vista de personas extrañas, no es porque les atribuya malas intenciones ni porque, comparando su propia debilidad a la potencia de las mismas, vea en ellas un peligro para su existencia (…) Es mucho más exacto afirmar que si el niño se asusta a la vista de rostros extraños, es porque espera siempre ver el de su madre, persona familiar y amada, y la tristeza y decepción que experimenta se transforman en angustia. Trátase, pues, de una libido que se hace inutilizable, y que no pudiendo ser mantenida en suspensión, halla su derivación en la angustia. No constituye ciertamente una casualidad, el que en esta situación característica de la angustia infantil se encuentre reproducida la condición del primer estado de angustia que acompaña al acto de nacimiento, o sea a la separación de la madre.”(221)

Justamente en esta misma dirección buscará Lacan más tarde, en su relectura del caso Juanito del Seminario 4, su concepción de la angustia (como veremos al estudiar la evolución del concepto de las fobias en su obra) hasta llegar a la tesis opuesta, que lo que da origen a la angustia no es la separación de la madre, sino el fracaso de esa separación: “Lo que teme [Juanito], no es tanto que le separen de ella, sino que se lo lleven con ella Dios sabe dónde”(222). Pero continuemos con la cita de Freud:

“Las primeras fobias de situaciones que observamos en el niño son las que se refieren a la oscuridad y la soledad. (…) y la ausencia de la persona amada que cuida al niño, esto es, de la madre, es común a ambas. (…) Por tanto, resulta inexacto afirmar que la angustia neurótica es un fenómeno secundario y un caso especial de la angustia real, pues la observación directa del niño nos muestra (…) la procedencia de una libido inempleada. El niño no parece hallarse sujeto a la verdadera angustia real sino en un mínimo grado.”(223)

Esto es, para conseguir su propósito, Freud se ve conducido en este momento a:

1. Atribuir la angustia infantil a la ausencia de la madre, lo que más adelante analizaremos cómo será discutido por Lacan.

Y 2. Desligar la angustia neurótica de cualquier relación posible con la angustia real, primero identificando angustia neurótica con angustia infantil, aunque esto le lleva a la contradicción al recordar la teoría que antes defendió de que toda angustia tiene su origen en el trauma del nacimiento, y después, forzando las cosas hasta el punto de afirmar que los niños casi no conocen lo que es la angustia real.

“(…) el niño comienza por tener de sus fuerzas una idea exagerada, y se conduce sin experimentar angustia porque ignora el peligro. (…) Sólo a fuerza de educación acaban los adultos por despertar en el niño la angustia real (…)

Si hay niños que han experimentado la influencia de esta educación por la angustia en una medida tal que acaban por encontrar por sí mismos peligros de los que no se les ha hablado (…) ello depende de que su constitución trae consigo una necesidad libidinosa más pronunciada o de que desde muy temprano han contraído malas costumbres en lo que concierne a la satisfacción libidinosa. Nada de extraño tiene que estos niños lleguen a ser más tarde neuróticos, pues, como ya sabemos, lo que más facilita el nacimiento de una neurosis es la incapacidad de soportar durante un período de tiempo más o menos largo una considerable represión de la libido.”(224)

Mientras escribimos se nos ocurre que otra posible causa de esta toma de posición en su discurso a pesar de las contradicciones que conlleva (baste recordar lo que estudiábamos también en la “Epicrisis” del caso Juanito acerca de que el factor constitucional suele ser irrelevante en las histerias de angustia), podría encontrarse quizás en el auditorio al que dirigía estas conferencias, conformado seguramente por muchos padres del “estilo de los padres de Juanito”, o al menos de su mismo nivel socio-económico y cultural, a los que podría considerar conveniente aleccionar para que no “mimasen” a sus niños. Sea como sea, así llega Freud aquí a sus conclusiones sobre la angustia infantil:

“(…) la angustia infantil no tiene casi ningún punto de contacto con la angustia real y se aproxima, por lo contrario, considerablemente a la angustia neurótica de los adultos. Como ésta, debe su origen a la libido inempleada y sustituye el objeto erótico de que carece por un objeto o una situación exteriores.”(225)

A continuación, nada más empezar con el análisis de la génesis de la angustia en las fobias, ya advierte que “su desarrollo es idéntico al de la angustia infantil”. De hecho, señala que las fobias se remontan siempre a alguna angustia infantil.

La principal discrepancia radica en que en el niño aún no se ha establecido la diferenciación entre lo consciente y lo inconsciente, mientras que en el adulto es necesario, para que contraiga la enfermedad, que se produzca un proceso de represión por el cual la representación es relegada al inconsciente y su carga afectiva se transforma en angustia.

Considera en esta ocasión dos fases en la formación de las fobias: una primera en la que la angustia producto de la transformación de esa carga afectiva, de esa libido no aplicada, se transforma en una aparente angustia real al ligarse a un supuesto peligro exterior, y una segunda en la que se construyen todos los medios de defensa, los distintos reaseguros para evitar el contacto con dicho peligro.(226)

Y, por último, vuelve a comparar -como ya hizo en “Tótem y tabú”- el contenido de la fobia con la fachada manifiesta del sueño, antes de pasar al párrafo final en el que concluye la lección insistiendo en la relación entre angustia, libido e inconsciente:(227)

“Las consideraciones que anteceden nos han revelado la esencial importancia que en la psicología de la neurosis presenta el problema de la angustia y nos han mostrado la estrecha relación existente entre el desarrollo de angustia, la libido y el sistema de lo inconsciente. Sólo una laguna observamos aún en nuestra teoría: la relativa al hecho -difícilmente contestable- de tener que admitir la angustia real como una manifestación de las pulsiones de conservación del yo.”(228)

Retengamos entonces también esta última frase y ya veremos más adelante cómo van variando sus ideas tras la introducción de la pulsión de muerte (con su tercera teoría de las pulsiones, en 1920) y de su segunda tópica (con “El yo y el Ello”, de 1923).


CITAS:

(212) Freud, S.: “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, pág. 2367. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición. Madrid, 1973.
(213) Ídem, pág. 2368.
(214) Ídem, pág. 2369.
(215) Ídem, págs. 2370 y 2371.
(216) Véase Leserre, A.: “La fobia”, pág. 17. Documento interno de la Universidad de León.
(217) Freud, S.: “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, ver págs. 2372 a 2374. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición. Madrid, 1973.
(218) Ídem, págs. 2374 y 2375.
(219) Ídem, pág. 2376.
(220) Yafar, R.A.: “El caso Hans: Lectura del historial de Freud”, pág. 22. Ed. Nueva Visión. Buenos Aires, 1991.
(221) Freud, S.: “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, pág. 2376. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición. Madrid, 1973.
(222) Lacan, J.: “El Seminario 4: La Relación de Objeto”, pág. 328. Ed. Paidós. Barcelona, 1994.
(223) Freud, S.: “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, pág. 2376. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición. Madrid, 1973.
(224) Ídem, pág. 2377.
(225) Ídem.
(226) Ídem, ver pág. 2378.
(227) Véase Leserre, A.: “La fobia”, pág. 18. Documento interno de la Universidad de León.
(228) Freud, S.: “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, pág. 2379. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición. Madrid, 1973.