El tema de este texto alude a la superposición de dos órdenes de saber cuya lógica es bien diferente. No se tratará, por lo tanto, de negar la pertinencia del saber de las ciencias médicas por las vías de un totalizador saber psicoanalítico, sino de destacar las interferencias epistémicas y las resistencias que esta intersección tensionante y conflictiva produce, respecto de tres cuestiones que resultan fundamentales para considerar. Estas son: 1. El diagnóstico y su psiquiatrización; 2. “Cuando la medicación toma la palabra” y 3. La presentación de enfermos, también llamada presentación de pacientes. Atraviesa estas cuestiones una pregunta: la concerniente a la ética que como analistas nos concierne.
14-10-2008 - Por José Grandinetti
Fuente: http://www.elsigma.com/
Aclaremos de entrada que el tema de esta conferencia alude a la superposición de dos órdenes de saber, cuya lógica es bien diferente.
No se tratará, por lo tanto, de negar la pertinencia del saber de las ciencias médicas por las vías de un totalizador saber psicoanalítico, sino de destacar las interferencias epistémicas y las resistencias que esta intersección tensionante y conflictiva produce.
A tal punto se refiere a esta negación —que implica el desconocimiento sistemático de la producción de verdades propias a cada “orden ficcional”— que también podríamos referirnos (y en parte lo haremos) a esa posición que caracteriza a cierto idealismo psicologista post-freudiano, que el sociólogo Robert Castell denominó “psicoanalismo”. Dejemos en claro, entonces, que esta posición dominante, si bien no participa de su lógica interna —esto es su ética— también puede provenir del psicoanálisis. Imaginarización del psicoanálisis que Freud denominó “visión del mundo”, y que puede pretender introducirse, en tanto Amo, tendenciosamente en otros saberes. Ahora sí, respecto del tema que nos convoca podemos decir que, si bien el camino a la medicalización del psicoanálisis está plagado de supuestas buenas intenciones, nos referiremos en esta oportunidad a tres cuestiones que creemos fundamentales para considerar. Estas son:
1. El diagnóstico y su psiquiatrización
2. “Cuando la medicación toma la palabra” y
3. La presentación de enfermos, también llamada presentación de pacientes.
Por supuesto que la referencia a la medicalización no elude otras formas de envenenamiento, tales como las supuestas supervisiones transformadas en interconsultas, o las relaciones entre analistas no mediadas por el texto del paciente, en ateneos médicos. Vuelvo a subrayar que no se trata de eludir las interconsultas o la participación en ateneos, sino de la tergiversación de un dispositivo por otro. Se trata de dispositivos tal como los define no sólo el psicoanálisis, sino también Foucault, esto es: una red que puede establecerse entre lo dicho y lo no dicho, estrategias de relaciones de fuerzas soportando tipos de saber y soportados por ellas.
1. El diagnóstico y su psiquiatrización en psicoanálisis
La historia del psicoanálisis ilustra maravillosamente bien los diferentes puntos de vista que este término “diagnóstico”, proveniente del campo del saber médico, ha tenido y sigue teniendo en el territorio psicoanalítico. Recordemos que para Sigmund Freud el diagnóstico no sólo estaba destinado a preservar al psicoanálisis de una extensión clínica desmedida, que anulase su eficacia (no analizar a “tontas y a locas”), sino que tenía además (y en esto radica a mi entender su fundamento) fuertes implicancias lógicas.
Si bien Freud limitó su praxis a la “atención” de neuróticos, no estableció por ello este límite para el ejercicio del psicoanálisis. Los avances de sus discípulos en lo referente a la aplicación del psicoanálisis —al tratamiento de niños, a los psicóticos y a las afecciones psicosomáticas— contaron con su aval, y fueron seguidos por él con especial interés, como se puede situar en la correspondencia Jung-Freud. Otro tanto podríamos decir respecto del psicoanálisis y la educación (correspondencia Freud-Pfister) y la del psicoanálisis con niños y adolescentes. El apoyo que Freud dio para la constitución de lugares de atención, no sólo de las neurosis, sino del agregado de la pobreza y el desamparo, se refleja en sus comentarios respecto del trabajo de Anton Von Freund, S. Ferenczi y Max Eitingon, por citar a los más destacados.
Cuando decimos que el diagnóstico está en Freud estrechamente vinculado a la lógica psicoanalítica, nos referimos al valor que éste adquiere ligado al concepto de transferencia. Desde una perspectiva freudiano-lacaniana, el diagnóstico de la estructura sólo es posible, analíticamente, si consideramos su articulación con la transferencia. De la transferencia resultará la puesta en acto de la estructura. De allí que hablar de un diagnóstico de estructura, implique necesaria y solidariamente el concepto de transferencia.
En tanto analistas, no podemos dejar de considerar, tal como proponía Freud en contraposición a la psiquiatría, las variaciones diagnósticas que se producen a partir de la intervención analítica.
En algunos pasajes de la correspondencia que Freud mantuviera con O. Pfister, se destaca su preocupación por el diagnóstico, pero, claro está, desde una nueva perspectiva —me refiero a la psicoanalítica— que le llevará a decir que tiene que dejar el problema médico del diagnóstico para dirigirse al material vivo de la transferencia.
Ese abandono de la posición médica, no sólo respecto del diagnóstico-pronóstico, sino también en la apreciación de las inhibiciones, los síntomas o la angustia, implica de parte de Freud, el reconocimiento de una incompatibilidad epistémica entre el determinismo causa-efecto propio de las ciencias biológicas y médicas, y el concepto de causalidad psíquica. Este determinismo causa-efecto que anida “pertinentemente” en las ciencias biológicas, cuando se infiltra en el psicoanálisis escamotea, no sólo el concepto de causalidad psíquica, sino que desatiende además la influencia de otros factores que concurren en las producciones de sentido.
El rechazo a la transferencia y su exclusión de las “consideraciones diagnósticas”, es sin duda un velado rechazo al psicoanálisis, que suele conducir a un ejercicio clasificatorio que puede resultar fructífero en el campo del saber médico, pero insuficiente y riesgoso en la práctica del psicoanálisis. Este horror a la transferencia por parte de algunos analistas debería hacernos pensar los efectos que éste acarrea a la hora de hablar de las “actualizaciones psicoanalíticas” [*]. Dicho de otra manera: eso que llamamos ejercicio diagnóstico más acá de la transferencia, y en el que suelen entretenerse algunos “psicoanalistas” me parece la expresión más cabal de una ramificación encubierta de la primitiva hostilidad y repugnancia al psicoanálisis. No se trata, entonces, de una calificación del diagnóstico como una suerte de hobby, tal como por otra parte lo expresaban algunas corrientes antipsiquiátricas, disfrazadas analíticamente. Nada de eso. Al decir que el diagnóstico puede resultar un entretenimiento fatuo, me refiero al hecho de no considerar el “factor analista” que entra en juego en toda puesta en acto de la estructura.
Este factor es incluido por Freud a tal punto que sus consideraciones acerca del diagnóstico aparecen siempre ligadas a aquello que ocurre en el terreno de la transferencia. En la correspondencia de Freud con Jung y con Pfister se señala ampliamente esta cuestión. Otro tanto podemos decir de los primeros “Estudios sobre la histeria”, os llamados “Escritos técnicos” y el “Psicoanálisis profano”.
Por lo tanto, más allá de las prevalencias de un determinado “diagnóstico”, resulta insoslayable situar las condiciones que posibilitan un ordenamiento de la estructura en transferencia. Ese ordenamiento no concluye estrictamente en las denominadas entrevistas preliminares, llevando a Freud a considerar, por lo tanto, un tiempo analítico de prueba.
En la práctica analítica, no se trata solamente de obsesivos, histéricas, paranoicos, esquizofrénicos, etc. Aprendimos que cada caso se refiere a una dimensión sumamente singular, sin la cual es ineficiente pensar qué orden de verdad engendra nuestra praxis. No se trata, entonces, de suponer una relación causa-efecto con la verdad, ya que ésta por definición resulta compleja, es decir que se obtiene a partir de una labor discursiva que implica a la pareja analista-analizante, a partir de la cual —y bajo transferencia— el enigma cede su cifra, su letra. A diferencia de las verdades místicas, que en tanto misterios se develan, la verdad en tanto enigma se descifra atendiendo a su lógica interna. La verdad del inconsciente, entonces, no se impone como una profundidad inefable. Ella es verdad porque se produce según la Ley de la Verdad en una estructura de lenguaje.
La articulación del lenguaje basta según Lacan para darle su vehículo. No hay necesidad de haber atravesado guerras para saber que una verdad censurada, violentada, perseguida, se deja decir y conocer, y se la puede decir diciendo cualquier cosa. De lo contrario, ¿de qué serviría la denominada “regla fundamental”, que invita a ese “dejarse hablar”, en una asociación, que sabemos no es tan libre, si no se dispusiese, como Freud lo hizo, de una organización ficcional para la expresión palabrera de la verdad?
Esa invitación a dejarse hablar, a producir un saber —que, llegado un punto, en el discurso del analista es situado en relación con el lugar de la verdad— dice no sólo del carácter huidizo de la verdad, sino también que a ésta no se la tolera del todo bien. Freud, en ese texto del final de sus días que es Moisés y la religión monoteísta (1938) nos recuerda que “en general, el intelecto humano, no ha demostrado tener una intuición muy fina para la verdad, ni la mente humana ha mostrado una particular tendencia a aceptarla. Más bien, por el contrario, hemos comprobado siempre que nuestro intelecto yerra muy fácilmente, sin que lo sospechemos siquiera y que nada es creído con tal facilidad como lo que sin consideración alguna por la verdad viene al encuentro de nuestras ilusiones y de nuestros deseos”.
Esta posición ética permite que puedan relevarse los términos que constituyen determinadas posiciones del ser (estructuras “psicopatológicas”). Estoy queriendo decir entonces, que, en tanto analistas, sostenemos la importancia en el diagnóstico de la posición subjetiva y sus vicisitudes fantasmáticas. Se trata de un diagnóstico de los términos que constituyen la estructura y de los modos particulares en que ellos operan en cada paciente y con cada analista.
Lacan, siguiendo esta tradición freudiana, nos propone averiguar el punto y el momento en los que el analista interviene, no en tanto persona, se entiende, sino como término del inconsciente. El analista ocupa un lugar en el “cuadro”, forma parte del diagnóstico de estructura en transferencia.
Considero que, a partir de esta posición planteada por Lacan, el psicoanálisis tiene la oportunidad, tal vez única en su historia, de arribar a una formulación del diagnóstico que sea pertinente a su campo. No creo que esto resulte sencillo. En principio, uno de los factores resistenciales más importantes se halla en un segmento de la comunidad analítica. No está de más aclarar que esto no implica ni el aislamiento, ni mucho menos el desconocimiento de otras teorías. Eso sí, no creo que se pueda intercambiar con otras regiones del saber si se incorporan conceptos sin el ajuste y la evaluación lógica correspondiente a cada disciplina.
En tanto analistas, nos interesa la prevalencia de la ética psicoanalítica en cualquier consideración clínica. El diagnóstico, cuando de psicoanálisis se trata, no puede quedar fuera de la lógica analítica. De allí que Freud destacara la posibilidad diagnóstica que ofrecen algunos sueños.
De algo podemos estar seguros: si el diagnóstico no es considerado dentro de la lógica analítica por parte del analista, éste —el analista— se queda sin lógica, sin ética, moralizado, seguramente, por algún otro saber extra-analítico. Sospecho que este tipo de “práctica psicoanalítica” que padece de ese profundo horror a la transferencia, contribuye al ejercicio de la “psicocracia” y no a la formación analítica.
Subrayemos, respecto de este punto, que la formación analítica requiere del ejercicio de un pensamiento crítico. Sabemos que la institucionalización del pensamiento en tanto instrumento al servicio del congelamiento dogmático de las ideas no favorece, más bien, clausura, ligando saber y poder al servicio de las infaltables suficiencias.
De esta “formación” podríamos reiterar algo que dijimos en alguna oportunidad respecto de la enseñanza en psicoanálisis, esto es, que si bien implica una cierta disciplina, un cierto régimen, no se refiere por ello ni a la suficiencia, ni a la beatitud que se aloja en el discurso universitario, tan resistente (por su propia estructura) al discurso analítico. Que en la tradición institucional de la Asociación Psicoanalítica Internacional, el discurso universitario consista en el llamado análisis didáctico, no implica que lo didáctico-profesoral deje de instalarse en el ámbito lacaniano.
Sin desconocer lo didáctico propio a cada análisis “personal”, diremos que esa suerte de “psicoanálisis universitario”, está destinado a producir “sujetos barrados” por un saber de autor, que sitúa al analista en formación como objeto de ese saber-poder. Su resultado será, entonces, la fabricación de analistas calcados de un saber-catedrático referencial que rechaza olímpicamente la castración.
¿Podrá acaso sostenerse analíticamente la falaz e imaginaria concepción que divide tajantemente enseñanza y transmisión, dejando fuera la enseñanza si se trata de la transmisión, o la transmisión cuando se trata de la enseñanza?
Creo que suponer la enseñanza desligada de la transmisión situaría al psicoanálisis del lado de la pseudociencia, y considerar la transmisión desarticulada de la enseñanza, del lado de la mística o la religión.
Digamos que una enseñanza en la que no se juegue el deseo del analista, descompletándola vía transmisión, se convertiría seguramente en un acopio de conceptos resistentes a la praxis analítica. Praxis que sin lugar a dudas entendemos como un modo de tratar lo real a través de lo simbólico.
No existen en la obra de Freud, ni mucho menos en la de Lacan, referencias al diagnóstico fuera de las modalizaciones vitales que imprime la transferencia. La “medicalización” y la “psicologización” del diagnóstico implicarán, entonces, no sólo un rechazo a la transferencia, sino también la alteración de los conceptos de inconsciente, repetición y pulsión que se articulan a ella.
Muchas veces la transferencia es confundida con la sugestión y el dominio, siendo utilizada como una forma de moralización por parte del analista. Ciertos modos de considerar el acting-out así lo demuestran. Hay allí intentos de moralización, que por las vías de la prohibición, impiden mucho más de lo que crean, modos peyorativos y prejuiciosos que “codifican” la conducta de un sujeto, de acuerdo a la “microcultura analítica” del psicoanalista, descuidando así, en pos de un ideal de salud y de dominio, los intentos de manifestar “un decir”, aun en los límites del infierno.
El inconsciente termina siendo un mal del que habría que liberar al paciente en nombre de una conciencia (la del analista) que parece presentarse como garantía y aval de una racionalidad “de clase”, que manifiesta sutilmente el rechazo a los diferentes modos en los que singular y socialmente puede expresarse la racionalidad. Una suerte de colonización del inconsciente que suelda saber y verdad.
A la repetición, insistencia que no deja de confrontar al sujeto con la producción de sus verdades, se la trata como a una reiteración molesta a la que es necesario acallar, silenciar, o en cierta jerga lacaniosa: acotar. Ese acotamiento imaginario del goce parece corresponder de manera aggiornada al viejo deseo del Amo de estar por encima.
Esta ideologización de la repetición prepara, junto con la tergiversación del concepto de pulsión, subsumido a una suerte de energía cuasi-mística, cuasi-orgánica, intervenciones farmacológicas que reducen al sujeto del inconsciente a un objeto de farmacopea “dinámica”. Hace algunos años no faltó quien, en nombre de Freud y de la esperanza científica, dijese que “la psicofarmacología, vista a la luz del psicoanálisis se aparece más allá como la otra vertiente del paciente [...]. Dicha vertiente es por supuesto el campo de la biología, el cual en psicoanálisis está representado por los instintos”. Se arriba así a un concepto de instinto y de energía que parecen quedar por fuera de la metapsicología freudiana, para concluir diciendo que el psicofármaco actúa, ante todo, sobre la moción instintiva perturbada. ¡Qué cerca podemos estar los psicoanalistas de esos ingenieros de la conducta que tan bien describía La Naranja Mecánica!.
Digamos que así como no todo trastorno del viviente-hablante que somos encuentra su expresión última en la lógica del significante, o en las representaciones inconscientes tal como lo postulaban algunas almas bellas del psicologismo post-freudiano, mentores del psicoanalismo, tampoco existe un correlato directo y biunívoco entre el S.N.C. y nuestro aparato psíquico. Este parece ser un esfuerzo (me refiero al de estrecharlo) que periódicamente intentan los neo-positivistas, para asociar más y mejor al psicoanálisis con la farmacología. Volvamos a decir que esto no implica el desconocimiento de una práctica racional de la psicofarmacología. Estamos queriendo alertar acerca de una tendencia a farmacolizar la clínica psicoanalítica, que prepara su entrada por diferentes vías.
Otro de los posibles modos del retorno de la medicalización psiquiátrica en el psicoanálisis, su soporte ideológico-técnico, se encuentra en el intento de globalización de los diagnósticos a través de la CIE 9/10 o del DSM-IV. Hay en juego un intento de borramiento de las diferencias culturales y sociales, y un aplastamiento y apropiación de la singularidad subjetiva, esto es, de los peculiares modos de producción de la trama de verdades, que por las vías del síntoma intentan en cada caso abrirse camino.
Ese aplastamiento y esa apropiación se sostienen en la confusión de una práctica diagnóstico-positiva, la médica, con la evaluación subjetiva inherente a la práctica psicoanalítica. Dicha confusión suele acrecentarse y legitimarse a través de la demanda jurídica, e implica hacer valer una categorización diagnóstico-instrumental concluyentemente taxonómica por sobre la categorización de la realidad psíquica, abierta y no concluyente. Este es en otro sentido del “grado de libertad” (aunque sea poco) de la realidad subjetiva.
La lógica nosográfica arrasa con la estructuración subjetiva del deseo, respondiendo cada vez más a la ilusión disciplinaria instaurada en el siglo XIX a partir de la cópula psiquiatría-orden jurídico, de la que derivan las construcciones normativo-nosográficas o, dicho de otro modo, aquello que se considera salud o enfermedad mental.
Este engendramiento se revela magistralmente en los manuales diagnósticos a los que hicimos referencia. Éstos dejan de lado el problema de la causalidad psíquica —que por supuesto, en tanto realidad discursiva, no puede más que ser social—, subsumiendo el problema del sufrimiento psíquico o la llamada enfermedad mental a una cuestión etiológica, que —se lo declare o no—, resulta ser siempre biológica. Entreténganse en las consideraciones de los prospectos psicofarmacológicos y apreciarán una tendencia monista que da por concluida la tensión cuerpo-mente, a favor de un organismo adaptable a la sociedad que se desea combinar.
Insisto, entonces, en que como analistas no es cuestión de estar a favor o en contra de las propuestas que cada vez más la globalización capitalista genera en los ámbitos de la salud mental, sino de introducir las preguntas en las que se asienta su “razón de ser”, no siempre clara respecto de cierto afán por comprender y generalizar.
La globalización —sospecho— es signo, y como todo signo, seguidista, gregario, masificador, riesgosamente aplastante, ya que tiene el poder conferido por la lengua de ser esencialmente excluyente, clasificante, inevitablemente encasillador. Los citados DSM, las CIE, los CIDI, los SCAN y los IPDE, a los que siempre se agregan micro-variaciones locales, expresan, junto con sus normativas versiones de la anorexia-bulimia, las toxicodependencias, los violentos y las víctimas, los débiles mentales y los psicópatas, los inteligentes y los tarados, los altos y los bajos, los blancos y los negros, la conformación del “Gran Estado Totalitarista Nominalista” que prepara este siglo, una realidad que devendrá del acuerdo de los Amos y del silenciamiento del deseo.
El convencionalismo pro-psicofarmacológico está destinado a sellar, con su entendida clasificación, toda producción que implique el reconocimiento del sujeto deseante. La proliferación de los significantes Amos determina la posición de objeto, consumible y listo para tirar, propia del discurso capitalista. Se multiplican prescripciones enmascaradas de descripciones y justificaciones ideológicas disfrazadas de explicaciones pseudocientíficas. “Un único discurso para todos y todos para un único discurso”, será la consigna.
Sabemos que en cada clasificación duerme el monstruo de un estereotipo, el defensor de un arrastre, de una inercia que demanda cuerpos e instituciones masificantes para su instauración. No podemos dejar de recordar aquí que el armado perverso manicomial es ilustrativo de tal instauración.
La búsqueda de legitimación obliga las más de las veces a las instituciones asistenciales y a los psicoanalistas que trabajan en ellas a “solventar” con su ejercicio, una mecánica asentada en fórmulas reparadoras y adaptacionistas, que escamotean los estragos que ese discurso capitalista produce.
Corremos cada vez más el riesgo de contribuir a la instauración de modalidades que instituyen, con sus nunca faltantes excusas “científicas” o pragmáticas, el repudio a la singularidad del sujeto del inconsciente, junto con las praxis sociales que favorecen la “emergencia-portavoz” de esa singularidad. La labor clínica del psicoanalista no está exenta, por lo tanto, de inscribirse en un sistema médico-administrativo que participa de la alienación social y de la voracidad económica.
En tanto analistas —psicoanálisis obliga— no podemos menos que propiciar con nuestra labor instituciones de asistencia pública capaces de sostener, en el caso por caso, las grandes preguntas que cada paciente encarna y recorre de manera singular, instituciones de salud mental capaces de asistir a las pulsaciones angustiantes del sujeto, cuidándose de utilizar la organización como mera resistencia, burocrática sordera, instituciones (y en esto venimos insistiendo) tendientes a la donación, al dispendio del saber, y un ejercicio de la palabra, cuya experiencia —me refiero a la experiencia trascendental de la invitación a hablar— favorezca la circulación de los asuntos del amor, del deseo, de la locura y de la muerte. Considero que esta sería una de las formas de subvertir la ambición totalizadora del saber. Dispensarlo, donarlo, soportando las tensiones de algo que podemos llamar “lógicas en conflicto”.
Lacan nos recordaba que el inconsciente no sólo le parecía extremadamente particularizado —más todavía que variado— de un sujeto a otro, sino cada vez más astuto y espiritual, porque es justamente a partir de él que la agudeza adquiere sus dimensiones y su estructura. Querría retomar una de las preguntas que Lacan nos dejara en esa su intervención del 16 de febrero de 1966 en el Colegio de Medicina de Francia y hacerla extensiva a los integrantes del así llamado “equipo de salud”: “¿Cómo responderán a las exigencias que muy rápidamente confluirán con las exigencias de productividad? Pues si la salud se vuelve objeto de una Organización Mundial, se tratará de saber en qué medida es productiva. ¿Qué podrán oponer a los imperativos que los convertirán en los empleados de esa empresa universal de la productividad?”
Los imperativos de esa empresa universal de la productividad han dado texto a la moral capitalista, a tal punto que —como acertadamente lo planteara Lacan— “una parte del mundo está orientada resueltamente en el servicio de los bienes, rechazando todo lo que concierne a la relación del hombre con el deseo”.
El discurso capitalista, tal como lo intuyó Ferenczi, asienta sus posaderas en el control y la voluntad de dominio. Ese discurso (ya lo hemos dicho) no quiere saber nada de las cuestiones del amor (esto es, de la castración) y del goce femenino, en el sentido de la forclusión. Es un discurso caracterizado por la industrialización del deseo y la fabricación de un ideal global.
No se trata solamente de la devastación de la historia singular: el intento es ahora el de la construcción de una “historia” de confección que todos podamos usar. La muerte de las ideologías, el fin de la historia, las teorizaciones, o mejor dicho, las racionalizaciones propias a la apatía postmoderna, funcionan como leyendas de marketing de este gran negocio post-cultural, transformado en la nueva verdad. Un nuevo orden que ya no responderá a las peticiones de justicia social, equidad y democracia en respeto de la singularidad, sino que estará caracterizado, tal como lo denomina Chomsky, por la nueva Era Imperial, orquestada por los ejecutivos del FMI y del Banco Mundial.
Escribe Chomsky, en su trabajo Política y cultura a finales del Siglo XX, que “los individuos deben estar solos, enfrentándose al poder centralizado y a los sistemas de información de forma asilada para que no puedan participar de ningún modo significativo en la administración de los asuntos públicos. El ideal es que cada individuo sea un receptor aislado de propaganda, sólo frente la televisor, desvalido ante dos fuerzas externas y hostiles: el Gobierno y el Sector Privado, con su derecho sagrado a decidir el carácter básico de la vida social”.
Un gobierno mundial de facto ofrecido como Otro especular. Un aparato cuya única función será la de vaciar a los hechos de todo contenido histórico, tanto social como singular. Una psicología para las masas a la que no le faltará un psicoanálisis del Yo.
Tal vez sea éste (tal como ocurrió en otros momentos de la historia de las ideas) un momento privilegiado en lo referente al compromiso con una labor que permita en cada territorio del saber situar lo falso, lo banal y todo intento de taponamiento que imaginarice lo real.
¿Qué podrá oponerse entonces a esos imperativos superyoicos de la moral capitalista? Si bien los psicoanalistas no tenemos necesariamente la receta, podemos oponer a esos imperativos una política del síntoma, entendida como ya lo hemos dicho, como verdad que se abre camino a través de los diferentes encubrimientos que se fabrican en nuestra contemporaneidad. Somos absolutamente responsables de nuestra participación o no, en las cuestiones que hacen a las políticas que intentan responder de diferentes maneras al plus de goce que el discurso capitalista y sus modos de producción de sentido agregan al malestar estructural. Como alguna vez lo dijimos, no vemos a partir de qué razones los psicoanalistas deberíamos excluirnos de ese campo de intercambios intertextual. La apatía, la náusea por la política o el desinterés por la cosa pública, no provienen necesariamente del temor a que el psicoanálisis se constituya en una visión única del mundo, a menos que se tema incurrir en ella, por la ingenua creencia de que esto fuera posible. No se trata entonces de evitar aquello de lo que por estructura el psicoanálisis está privado, sino de poner en funcionamiento los modos de interrogación propios de su campo.
Esa indiferencia en materia política, que desde ya concierne a los psicoanalistas y a sus agrupaciones, puede —tal como lo subraya Daniel Sibony— “ser proferida en silencio, por capas sociales enteras y en momentos de la historia en que ese «no me vengan con historias» adquiere la resonancia de una sentencia de muerte, el fascismo por ejemplo; la pulsión de muerte que deja de latir, que cesa de luchar para firmar la sentencia y la rendición” o —tal como lo plantea Croce en su Náusea por la política— podríamos decir que de esa rendición proviene la “continua negación de la política, peculiar de dicho estado de ánimo, pues la política es la mayor y más notoria manifestación de la lucha humana [...]. Está directamente opuesta al ideal de la paz, del reposo y la tranquilidad”. Una suerte diríamos, de oposición entre política y nirvana.
El discurso del poder goza de esa indiferencia en materia política, la multiplica como síntoma, es su fuerza activa. Y el plus de goce que extrae de ella se mercantiliza en plus de poder. Los Amos engordan haciendo política y los esclavos disfrutan viendo comer.
El psicoanálisis se ocupa (tal como dice Sibony), de la “producción del deseo y sus intersecciones; ejerce necesariamente una impronta sobre lo político y lo histórico. Verdad evidente e inútil, pues nada indica que los psicoanalistas tengan la menor conciencia de tal impronta. Ocurre que en tanto hay psicoanalistas que delimitan su propiedad y su reino, el objeto psicoanalítico, en cambio, es radicalmente impropio, instituido, reacio [...]. Si se consideran por ejemplo, conceptos como el de transferencia, inconsciente, repetición, pulsión, objeto a, Otro [...], se los ve operando en todas partes donde haya Supuesto Saber, de la palabra, de lo sexual, de la Ley, etc.; es decir en la familia, en la institución, en una muchedumbre, una manifestación, una fábrica”.
De poco sirve, entonces, el atrincheramiento o la búsqueda de pureza en la que, imaginarizando lo imaginario, algunos analistas se precipitan. La neutralidad respecto de lo político resulta de un modo ideológico de articular lo imaginario y de imaginarizar lo político. Una tal actitud anestesia los movimientos de la historia y si políticamente es bien pobre, lo es aun más analíticamente.
2. Cuando la medicación toma la palabra
Vale la pena insistir en algo que comentábamos al comienzo: no se trata de oponerse imaginariamente a los aportes que desde la mitad del siglo XX caracterizan a la psicofarmacología, sino de considerar su prescripción racional, en situaciones en las que la palabra del sujeto corre el riesgo de agonizar en su función.
Para ello es menester no ceder frente a manifestaciones fenoménicas, que suelen confundir momentos críticos en la vida de un sujeto con cuestiones de estructura que requerirían de otras estrategias, que de todos modos no tienen por qué enchalecar las expresiones subjetivas.
Muchas veces el analista se precipita, por diferentes razones, en la búsqueda de remedios que, como suele decirse popularmente, son peores que la enfermedad. Y cuando es el analista —médico de profesión— quien los prescribe, puede ocurrir que sirva de coartada a su propia resistencia, frente a la angustia del paciente que, al no ser tolerada por el analista, impide una estrategia y una política. Incluir su dosificación en transferencia implica direccionarla al servicio de la construcción de un síntoma bajo transferencia.
Desde ya que esto no impide que en esa labor de restarle certeza a la angustia intervenga en situaciones muy puntuales el uso de algún psicofármaco, para restar sufrimiento y no para impedir esa labor. Otro tanto podría decirse de la tristeza y del dolor que implican el trabajo del duelo. En esto suele aparecer cierta compulsividad a silenciar por la vía exclusiva del fármaco aquello que de angustia, dolor y tristeza pueda habitar en la existencia del sujeto.
Esta consideración ética, que no deja de ser lógica, se refiere también al delirio, que el psicoanálisis entiende, a partir de Freud, como un trabajo de restitución simbólica que no carece de un tiempo de confusión y sufrimiento que, en pos de la obtención de un delirio de calidad metafórica, puede requerir de la ayuda farmacológica. Pero —repitámoslo una vez más— la intervención de esa sustancia estará destinada a favorecer las condiciones de posibilidad que implican esa labor de rearticulación simbólica, en tanto y en cuanto consideremos el delirio como uno de los caminos de la verdad del sujeto.
El problema —también lo hemos dicho— es que, en nombre de la ciencia y a partir de allí, destacando supuestos descubrimientos (cada día aparece algo nuevo), se rechaza al sujeto en sus diversos atravesamientos. Forclusión no sólo del sujeto del inconsciente, sino rechazo sistemático de todas sus determinaciones y condicionamientos: sociales, económicos, políticos.
Ese reduccionismo biologista se apoya brutalmente en un empirismo avalado por estadísticas que confunden y agrupan fenómenos al servicio de las ofertas mercantilistas. Sus clasificaciones, como hemos visto, son producto de un acuerdo que somete al espíritu científico a los intereses del discurso capitalista en su faz feroz y liberal, marcando la dominancia del viejo utilitarismo (Bentham), actualizado en un cinismo que cada día más se monta en el dios oscuro de los medios de comunicación. Subterfugios éstos de una “razón” sospechosamente científica que sanciona taxonómicamente la emergencia del sujeto, esa suerte de grito, en múltiples categorías que varían de acuerdo a los intereses de venta de los laboratorios multinacionales. Hoy por ejemplo, es el llamado Trastorno Bipolar el que domina.
Estas suturas, estos taponamientos niegan el sentido de queja, de denuncia y, ante la incapacidad y el desinterés cada vez mayor por “leer” en esos lamentos, en esos sufrimientos, en esas penas, la experiencia íntima del sujeto, se la clasifica y controla en tanto disfunciones propias de la enfermedad.
La sociedad del éxito, o de la excitación canibalística, no soporta la desatención, la distracción que puede implicar esa experiencia íntima. Mejor deberíamos decir: la sociedad del éxito no soporta que se la desoiga en su demanda “de realización”. El uso del metilfenidato (Ritalina) desde la infancia es suficiente muestra de esa voraz demanda superyoica. ¡Atiende, ritalinízate y en nombre de mis intereses haz mi voluntad: sé prozacmente Feliz!
Digamos que poco y nada importa al armado capitalista —en cualquiera de sus formas— el acontecimiento psíquico, ya que se trata de un discurso que nada quiere saber de las cuestiones del amor. Éste sólo se interesa por el nudo social que estrecha cada vez más, temiendo que al desanudarse pierda el sentido, denunciándose así el ahorcamiento individualista, narcisista y canalla que esconde su pretendido “lazo social”.
Antes de pasar al último punto, digamos que por razones de tiempo, no de pertinencia, dejaremos de lado las denuncias que vienen realizándose respecto de la producción de fármacos en general y de psicofármacos en particular, que no dejan de implicar tanto a la psiquiatría como a la psicología, y por supuesto al psicoanálisis. Nobleza obliga, aclarar que no todos los médicos psiquiatras se prestan a esa complacencia mezquina y servil.
3. Presentación de enfermos
Fuera de la repetición por amor (histeria), o por hábito (neurosis obsesiva), en nuestro medio poco y nada se ha dicho a favor de ese armado que en continuidad con la tradición psiquiátrica se ha dado en llamar “presentación de pacientes o de enfermos”. Cuando decimos que poco y nada se dijo a favor de esta modalidad, no nos referimos por supuesto, a las argumentaciones que de alguna manera, y en nombre de la transmisión clínica, sustenta la psiquiatría y sus “ciencias vecinas”. Esta tradición ostensiva ya ha sido puesta entre signos de interrogación por el psicoanálisis, y descalificada —a veces contradictoriamente— por algún sector de la antipsiquiatría.
Digamos que en los últimos veinte años el gesto de Lacan, tal vez ahora convertido en mueca del lacanismo, se reitera (como decíamos al comienzo) especialmente en nuestras instituciones públicas, por amor o por hábito. Destaquemos que estas presentaciones, muchas veces convertidas en puestas en escena circenses, no se reducen a las viejas cátedras de Psiquiatría que habitaban los hospicios.
Hace ya más de dos décadas que esta modalidad manicomial se traslada en nombre del progresismo de algunos “seguidores” de Lacan, a los servicios de Psicopatología de los hospitales generales, tal vez confundiendo el lecho de la clínica médica con el de la escucha psicoanalítica, escucha que la historia del psicoanálisis demostró posible (o si se prefiere, tan imposible como en la neurosis) sin salirse por ello de sus carriles éticos. Señalábamos que poco y nada se ha dicho a favor de este tema, con la salvedad de algún que otro psicoanalista francés, cuyos postulados, nos parece, no alcanzan a logicizar la cuestión desde el territorio analítico.
Hay allí una presentación de razones que nos resuenan más a justificaciones y actualizaciones del aparato de control mental, que caracterizó en especial a la psiquiatría franco-alemana, con el agregado, en nuestro país, de cierto tinte propio de la psiquiatría franquista, una suerte de doblaje al español de lo peor de la psiquiatría germana.
Postulados pretendidamente psicoanalíticos suponen, en esta suerte de actividad mostratoria, el armado de una escena con finalidades analíticas, llegando a plantearse la presencia del público como función tercera. Se niegan así los dispositivos que permanentemente analistas y no analistas crean y recrean para favorecer las condiciones de posibilidad de la instauración de una escena. Ésta, como toda escena en psicoanálisis, se constituye con los tejidos de una enunciación singular que, modalizada o no por la forclusión, pueda poner en acto el orden psíquico. Su puesta en condiciones solicita que, además —si es que efectivamente se realiza desde el psicoanálisis—, se mida el riesgo de una relación enajenante entre el psicótico, el analista o cualquiera de los integrantes del equipo.
Consideramos que la presentación de enfermos no deja de ser —por más analista que sea el presentador— la puesta en orden de una escena psiquiátrica. Pensar que es psicoanálisis porque Lacan lo hizo implica desconocer las vicisitudes de Jacques Lacan respecto de su oficio analítico. Insistimos, no se trata de repetir por amor o por hábito asegurador aquello que Lacan hizo.
Es discutible que ese montaje —y lo nombramos así sabiendo la distancia mínima que puede separarlo del montaje perverso— supla esa Otra escena que ha fracasado en su instauración en la psicosis. Esa falta de Bejahung-Ausstossung (afirmación-expulsión) afirma más bien al auditorio y expulsa al paciente en tanto objeto-deyecto de esa particular práctica.
A quienes consideran que el armado se construye de esa manera, bien podría formulárseles la siguiente pregunta (y no somos los primeros en decirlo): ¿por qué suponer que la suplencia (de esa escena) es efecto de la presentación de enfermos y no que el intento de instituir una escena —como efecto de enunciación— es el trabajo que el analista intenta en la singularidad de cada encuentro, a contrapelo de cualquier tipo de estandarización?
Que la presentación permita en algunos casos que el paciente tome la palabra, no quiere por eso decir que esa toma de palabra se realice como acto de adquisición en lo psíquico. Más bien pensamos que se trata de una suerte de acting-out, cuyo resultado suele implicar un pasaje al acto, entendiéndolo no necesariamente como suicidio, sino como la caída del sujeto y la identificación del paciente presentado (no necesariamente representado) como objeto-escoria de ese discurso.
La presentación de enfermos, al realizarse en conformidad con el discurso psiquiátrico y el orden institucional que lo caracteriza, adolece de las posibilidades de dialectización propias del encuentro del psicótico con las tramas del discurso analítico, que —aclaremos al pasar— no siempre está del lado del analista, pudiendo relevarse en cualquiera de los integrantes del “equipo de salud mental”. De allí que algunos de los dispositivos que tienden a la instauración de las posibilidades dialectizables de la palabra se desarrollen atendiendo críticamente los momentos en los que pueden saturarse de sentido. Puede ocurrir que dispositivos como el Hospital De Día, los talleres, los clubes terapéuticos, las casas de medio camino, las asambleas, etc., queden por momentos sometidos a la impronta del discurso del Amo en alguna de sus configuraciones.
Para concluir, digamos que la escena de la que se trata en la presentación de pacientes es el resultado de una articulación del discurso del Amo con el discurso universitario, donde, si el paciente sube a escena, lo hace parodiando el discurso del profesor de Psiquiatría. ¿Por qué no recordar aquí las presentaciones que algunos pacientes hacían a pedido de las cátedras de Psiquiatría para ilustrar a los alumnos de los primeros años de Medicina?
Sin dejar de considerar, entonces, los riesgos que decíamos pueden valer para otros tipos de dispositivos, ¿cómo no recordar, respecto de ese intento de articulación, la labor que por ejemplo realizan todos los integrantes del llamado Frente de Artistas del Borda, o hace más de tres décadas, la Peña Carlos Gardel, el Club Bonanza, el Club Martín Fierro, o el viejo Servicio Pichon Rivière, por nombrar aquellos en los que tantos analistas nos sentimos desde lo ideológico y desde el psicoanálisis comprometidos?
Antes de dar lugar al diálogo con ustedes, querría insistir en una frase que para mi gusto no pierde vigencia. No es gratuito recordarnos que, de nuestra posición de analistas somos siempre responsables y llamémosle a eso ética donde quieran.
Conferencia presentada en el V Congreso Internacional de Salud Mental de Madres de Plaza de Mayo, Buenos Aires, 18 de noviembre de 2006.
José Grandinetti es psicoanalista, Jefe del Servicio de Atención Psicoanalítica de Crisis, Director Fundador de la Escuela de Psicoanálisis del Hospital José T. Borda, ex-docente de la Facultad de Psicología y de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Realizó tareas de docencia y supervisión en gran parte de las instituciones de salud mental de la Ciudad de Buenos Aires y de la Ciudad de Córdoba. Colabora en la Comisión Científica de los Congresos Internacionales de Salud Mental de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. Autor de varios libros en colaboración y artículos en revistas de la especialidad.
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[*] Cf. Jornadas N° 31 de la Escuela de la Causa.
viernes, 16 de julio de 2010
La medicalización del psicoanálisis: su envenenamiento
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