Mario Pujó
Presente de modo manifiesto en los ateneos, las supervisiones, las exposiciones clínicas, la comunicación del caso constituye una práctica habitual entre los psicoanalistas. Es posible fechar su surgimiento en 1895, ocasión de la publicación de los «Estudios sobre la histeria», un año antes de que el propio término de psicoanálisis –«psychanalyse», en francés– fuera forjado.
Resultado visible de una transacción entre las vacilaciones de Breuer y la firme determinación de Freud, el largo siglo transcurrido no hace más que confirmar la trascendencia clínica de aquella comunicación. Y es que el informe fragmentario de esos cuatro tratamientos pone en escena la sorprendente eficacia de la propia palabra de la enferma sobre el levantamiento de sus síntomas, hallándose con ello en el inicio de una nueva praxis discursiva.
Allí donde la prueba irrefutable de la etiología sexual de la neurosis «embaraza» literalmente a Breuer con sus manifestaciones transferenciales, y lo empuja a la huida, Freud ve encenderse su curiosidad. La fundación del psicoanálisis, como todo acto creador, está tomado entre la prisa y la anticipación, en una audacia que llama de entrada al gran público y no sólo al experto como testigo.
Al dar a conocer sus experiencias, Freud estaba guiado por el previsible propósito de informar un descubrimiento, estableciendo un terreno de acción en el que preservar su autoría. Pero en el mismo gesto, excede el ámbito en el que se propone insertarlo al instituir una clínica que supera toda perspectiva médica, delimitando a la vez un campo de intervención y un modo específico de aproximación y abordaje.
En tanto el psicoanálisis no es concebido sólo como un arte terapéutico, y menos aún como una experiencia inefable, sino como un método de investigación al que Freud entiende de entrada inscribir en el campo de la ciencia, su iniciativa es solidaria de la comunicación de las pruebas en que se propone sustentarla.
Y así como Anna O. enseña el método catártico a Breuer, se puede decir que Emmy Von N. descubre el método analítico. Es ella quien reclama poder expresar sus ocurrencias sin limitaciones, dando origen a la regla de la asociación libre. Pero no es a ellas ni a Breuer a quienes podemos atribuir la invención del psicoanálisis, pues ella es impensable por fuera de la divulgación pública de la experiencia en que se realiza. Prueba de ello, los historiadores del freudismo sitúan el nacimiento del psicoanálisis en la fecha de publicación de los «Stüdien ...» y no en la que los tratamientos cuyos informes recopila fueron efectivamente practicados.
Lo que nos conduce a la cuestión que pretendemos acá introducir: un caso no es en psicoanálisis el mero suceder de un experimento que transcurre en la intimidad, protegido por un manto de reserva y confidencia comprometidas entre dos personas. Exige, al contrario, una toma de distancia respecto de esa vivencia y el rompimiento de esa intimidad, requeridos ambos por el ordenamiento de los dichos que constituyen la experiencia, su teorización, su puesta en forma de relato. Éste supone, a su vez, el momento eventual de una lectura o de una escucha que le confiere el valor de un testimonio frente a un tercero virtual, ante quien efectivizar la transmisión de una pregunta, una inquietud, una dificultad, un hallazgo.
De este modo, si la experiencia adquiere el estatuto de caso en su comunicación, la consistencia de éste no es otra que la de un relato, e inclusive, como intentaremos precisar, la resultante de la sumatoria de sus diferentes relatos.
Si no hay caso sin analista y no hay analista sin su caso, si, vía la transferencia, el analista forma parte del caso que relata y, vía la enunciación, es siempre relator de su propio caso, es en el entramado de estas implicaciones recíprocas que instituyen la necesidad de su ocurrencia (sin caso analítico no hay psicoanálisis), como en la imposibilidad de una narración objetiva (el analista no es exterior a su relato) donde se aloja su complejidad. ¿Cómo determinar cuál debe ser su forma apropiada? O más ampliamente, y aceptando la solidaridad que reúne al analista con su caso: ¿Qué es lo que conduce, desde la perspectiva del deseo del analista, y desde la del sostén de su acto, al testimonio de la experiencia? Pregunta que nos gustaría preservar en su estado, manteniendo la hilación de lo que vamos a desarrollar.
La excepción Freud
Los historiales freudianos constituyen, con causa, una referencia ineludible para todo psicoanalista. Su valor ejemplar no reside sin embargo en el carácter de modelo que se les podría atribuir, en función del éxito obtenido. Por el contrario, los detractores del psicoanálisis ven en ellos la manifestación de «una terapia más que incierta, y la expresión de la vocación francamente tautológica de la teoría»1.
Por tentador que pudiera resultar, su importancia tampoco se reduce al valor de enseñanza que porta la magistralidad de sus fracasos. Si es esperable del analista cierta perseverancia advertida capaz de convertir los errores en un factor de aprendizaje, el interés de cada historial freudiano emana del texto que instituye, abierto a una diversidad de lecturas que permite, en primer lugar, dar cuenta de esos éxitos y de esos fracasos. Y más allá de ellos, acompaña la construcción del psicoanálisis, tanto en sus tropiezos prácticos, como en su elaboración teórica, siguiendo las huellas de aquello que permite art icular ambos planos: la progresiva formulación, puesta a punto y regulación del deseo del analista en Freud.
Hay en él, tal como se puede ver operando en las curas cuyo testimonio nos lega, un asumido deseo de saber caracterizable por una explícita voluntad de situarse, de entrada, en el discurso de la ciencia2. Deseo que, si incide de modo práctico en la orientación y el r esultado de cada cura –actuando al modo de una contratransferencia–, se entrelaza al mismo tiempo con las preocupaciones teóricas que regulan, en cada una de ellas, el interés de su publicación.
Como lo señala Octave Mannoni, hay una estrecha vinculación entre el relato de cada historial freudiano y una pregunta teórica, una polémica, que encuentra su expresión en otro texto. Así, el caso Dora –«Sueños e histeria«– continúa la investigación iniciada en la «Interpretación de los sueños», mostrando la utilidad del empleo del análisis de los sueños en la clínica. El hombre de las ratas permite ver al desnudo al discurso inconsciente irrumpiendo en forma de representaciones verbales, constituyendo una puesta en práctica de la «Psico patología de la vida cotidiana«. El caso Hans, íntimamente ligado a la comprobación de la sexualidad infantil, encarna por su parte una suerte de «prueba» concreta de las afirmaciones sostenidas en «Una teoría sexual».
Del mismo modo, el comentario de las «Memorias de un Neurópata» de Daniel Paul Schreber que constituye francamente un curioso «historial», requiere una reformulación de la dinámica libidinal y de sus fijaciones, conduciendo sin más a «Introducción del narcisismo». El hombre de los lobos es fruto del ríspido debate que Freud mantiene con Jung y Adler acerca de la libido y la sexualidad infantil, controversia que afecta la conducción del tratamiento e incide en sus resultados, dando lugar a la promoción teórica de la escena primitiva. El caso de la joven homosexual abre preguntas atinentes al Edipo y a la sexualidad femenina, que textos posteriores como «Algunas consecuencias...» y «La femineidad» intentarán responder 3.
Lo que subraya la idea de que los historiales de Freud no guardan una relación directa con el resultado terapéutico a obtener, ni son presentados por él desde esa perspectiva (no hay ambición terapéutica alguna en el «caso» Schreber, y «Un caso de homosexualidad femenina» es presentado de entrada como un fracaso). La voluntad de inscribir la práctica analítica en el campo de la ciencia y resguardar su pureza y su lógica frente a cualquier extravío, hacen que la preocupación por las cuestiones teóricas sea imposible de deslindar de la «observación»; una observación inseparable no sólo de esas cuestiones teóricas sino de un trabajo de elaboración permanente que constituye el verdadero objeto a «observar». Algo extensivo a las pruebas clínicas en las que Freud entiende apoyar sus afirmaciones. Como lo indica Oscar Masotta, para Freud «la historia del paciente no es un dato de hecho, sino una tarea, una labor de construcciones y reconstrucciones que siguiendo el modelo del historiador y del arqueólogo, incumbe al analista hacer posible» 4.
La generosidad y el detalle de esas exposiciones permite despejar a partir de ellas una verdadera «psicopatología» (la noción de estructura y tipo clínico, la especificidad de la sintomatología), depistar el surgimiento de la transferencia y, más aún, determinar el lugar del analista en la conducción de cada análisis, evidenciando los efectos que éste genera a partir de su posición. En cuanto a lo que desde una perspectiva ulterior pueden ser leídos como errores en la dirección del tratamiento, Freud queda sin duda disculpado: en el momento en que descubría el psicoanálisis, establecía su método, y tropezaba con la emergencia inesperada de las «transferencias», no podría nunca acusárselo de no haberlas conocido por anticipado. Situación de excepción en la cual sus seguidores no podemos ya cobijarnos.
La excepción Lacan
Es notable la singularísima escasez de referencias a la propia clínica que pueden encontrarse en la extensa enseñanza de Lacan. Si se deja de lado el período «prepsicoanalítico» (el caso Marcelle C. –«Ecrits inspirés...» –, el caso Aimée –«De la psychose paranoïaque ...»–, dos casos de mujeres referidos en «De l'impulsion au complexe...») tenemos variadas indicaciones sobre sus presentaciones de enfermos en Sainte-Anne (Seminario III, «Las psicosis», Seminario XXIII, «Le Sinthome»), algunas pocas transcripciones de esas mismas presentaciones y diversas alusiones a sus pacientes como al pasar, dispersas a lo largo de sus escritos y seminarios (el paciente obsesivo de «La dirección de la cura...», la paciente histérica de la lección del 20/3/63, las referencias clínicas de la «Proposition ...»). Enumeración que no pretendiendo ser exhaustiva, deja traslucir de todos modos un arsenal francamente escaso, si se considera lo prolífico de sus muchas y extensas intervenciones.
Como escribe Carlos Faig, agudo polemista del psicoanálisis, es remarcable que en el seminario XV dedicado al «Acto psicoanalítico», y que apunta por tanto al aspecto más nodal de la experiencia, no haya un sólo ejemplo clínico, ninguna ilustración. Como tampoco la tendrán los seminarios siguientes5.
En contrapartida, son más que abundantes las referencias a las intervenciones de otros psicoanalistas. En primer lugar, por supuesto, los historiales de Freud, retomados numerosas veces y acentuando cada vez una perspectiva diferente. Y también, las menciones no forzosamente críticas a casos de Anna Freud, Melanie Klein, Donald Winnicot, Michel Balint, Joseph Hasler, Ida Macalpine, Hans Sachs, Melitta Schmideberg, Ella Sharpe, Edward Glover, Ruth Lebovici, Tomas Szasz, Barbara Low, Margaret Little, Lucy Tower, Rosine Lefort, –la lista es sin duda incompleta.
Una consideración aparte merece el caso de Ernst Kris, al que los sucesivos comentarios de Lacan han inmortalizado como El hombre de los sesos frescos. Su insistente retoma adquiere un valor ejemplar, constituyéndose para varios de sus seguidores en un paradigma de «fabricación» de un caso 6.
En contraposición con la exigüidad de los ejemplos extraídos de su propia práctica, hay en Lacan una decidida inclinación por las obras literarias, cuya lectura e interpretación ocupa con creces el lugar de la ejemplificación faltante. Así, la transferencia encuentra el modelo de su formulación en el diálogo platónico sobre el amor, la ética del psicoanálisis reconoce su medida en la acción trágica de los héroes de Sófocles, y los extensos desarrollos dedicados a Hamlet logran convertir la pieza de Shakespeare en un acabado caso clínico.
Si con esto Lacan prosigue una tradición inaugurada por Freud (el mismo Hamlet, «La gradiva» de Jensen), pone de relieve también que el carácter clínico que adquiere una narración no reside en su capacidad de remitir a una realidad efectiva. Puede haber caso sin que haya habido cura, porque la clínica consiste en cierta puntuación y ordenamiento de los elementos de un relato; desde esa perspectiva, poco interesa que el relato cuya inteligibilidad se intenta, pertenezca a la ficción. Importa sí la lógica que se despeja a partir del texto, al que la lectura confiere un rigor y una racionalidad que la glosa debe hacer aparecer a la luz.
La ausencia de una exposición ordenada de la clínica del propio Lacan deja en cualquier caso un vacío que estimula la curiosidad del lector, explicando el éxito editorial que suele acompañar la publicación de las narraciones autobiográficas de los análisis proseguidos con él. Asimismo, la infructuosa tentativa de ubicar sus presentaciones de enfermos en el lugar que ocupa el historial freudiano, enfrenta tantas dificultades que resulta en cierto modo insostenible. A lo sumo, puede aceptarse el valor de transmisión que encuadra este dispositivo, como su capacidad para producir paradigmas clínicos que trascienden su estricta ocurrencia, localizada y limitada en el tiempo 7. Como es también cierto que el carácter de entrevista que Lacan confiere a sus presentaciones las instituye como una práctica de la palabra y las aleja de la rutinaria mostración psiquiátrica 8. Pero una entrevista no se equipara a un análisis completo, y su transcurso público no podría sustituir la abigarrada trama de descripciones y reflexiones que caracteriza a las exposiciones freudianas. La falta de una transcripción sistemática de los diálogos mantenidos con los enfermos –de los cuales se han difundido apenas una publicación aislada y algunos otros comentarios parciales–, restringe su conocimiento a la presencia de aquellos que participaron en ella y a sus escasas indicaciones.
Como lo señala Elisabeth Roudinesco9, el hecho de que Lacan elabore su clínica a partir de los grandes casos de la historia del freudismo deja intacta para sus discípulos la tarea de inventar la suya a partir del comentario del comentario. Aunque quizás no deba verse en ello tan sólo una carencia, pues este hecho revela también que la clínica psicoanalítica debe, al fin de cuentas, ser concebida como un texto elaborado a partir de otro texto al que aquél intenta conferir inteligibilidad.
El encuentro de un real
En 1905, en ocasión de la demorada publicación del «Análisis fragmentario de una histeria», Freud advierte, a modo introductorio, acerca de una serie de dificultades inherentes al hecho mismo de esa comunicación. Algunas de orden técnico, y otras «derivadas de circunstancias intrínsecas», atienden simultáneamente al problema de la elección y el ordenamiento del material de la cura, y al hecho mismo de dar a conocer ese material y hacerlo público.
La prolongación de la cura es señalada como una complicación; la extensión obliga a un recorte y una selección cuyos criterios no son fáciles de precisar. En cuanto a las circunstancias intrínsecas, Freud alude doblemente al carácter confidencial de las confesiones del enfermo, y a lo que descuenta como una probable malevolencia del lector: «Si antes se me reprochó no comunicar dato alguno sobre mis enfermos, hoy se me reprochará hacer público algo que el secreto profesional impone silenciar» 10. Tironeado entre la deontología médica y las urgencias de la ciencia, Freud –que nos recuerda en esto a Schreber en sus «Memorias...»–, no vacila en sacrificar la privacidad de las personas concernidas, impulsado como aquél por una imperiosa necesidad de hacerse oir.
Los escasos tres meses del tratamiento de Dora, y el ordenamiento de la inteligencia de la cura alrededor de dos sueños, facilitan su redacción y resuelven las dificultades técnicas señaladas en primer lugar. Freud es, en cambio, mucho más escéptico respecto de la credibilidad que el material pueda despertar en el lector. Lo que lejos de detenerlo lo impulsa a su publicación; porque más acá de una legítima expectativa de persuasión, se trata para él de despejar la estructura psicopatológica de la histeria y de esclarecer la determinación de sus síntomas, en una elaboración de las coordenadas del tratamiento que es contemporánea de su comunicación. Es esa elaboración lo que le confiere interés al caso, más allá de la aceptación o el descreimiento de su destinatario virtual.
Hacia el final de la introducción, Freud advierte sobre tres insuficiencias de las que a su juicio adolece su transcripción. Por tratarse de una cura interrumpida, su beneficios pueden ser sospechados de transitoriedad; y como la redacción deja de lado las interpretaciones para mostrar «no la técnica sino sus resultados», acusa una indiscutible parcialidad. Concluye subrayando la inconveniencia de generalizar excesivamente a partir de un único caso.
Deja así indicadas para siempre, tres de las dificultades con las que regularmente tropieza un analista en la redacción de un caso: la desventaja de comunicar una cura no terminada, cuyas conclusiones pueden verse invalidadas por su prosecución; la imposibilidad de transcribir la totalidad del material y, en especial, la dificultad que encuentra habitualmente para consignar sus propias intervenciones; y, lo que es más importante, plantea la cuestión acerca del criterio con que deben juzgarse las relaciones que ligan la singularidad del caso con la generalidad.
Es cierto que la redacción de un historial pone en juego la articulación de la práctica con la teoría, y exige alguna forma de interrelación entre lo particular y lo universal que está en el centro de la noción misma de clínica. Y también lo es que la cuestión no se plantea ya para nosotros del modo que se le planteaba a Freud. Porque no es la misma la relación que mantiene el inventor con la práctica por él inventada, que la establecida por quien la ejerce presumiéndola consolidada. Por idénticas razones, no imaginamos hoy a un conjunto de incrédulos en el lugar del público al que nos dirigimos.
Hay en Freud una espontánea franqueza que surge precisamente de que él no se sentía obligado a tener que demostrar la coherencia de su práctica con una teoría de referencia. Esa teoría es inventada ante nuestros ojos, coextensiva y contemporánea de la clínica que esa misma teoría engendra. Como no nos hallamos en un tiempo de pura invención, sencillamente porque el psicoanálisis ya ha sido inventado, el informe de un análisis nos plantea desde entonces un mismo interrogante: ¿hay o no continuidad entre la realidad del inconsciente tal como se actualiza en la transferencia en esa cura y el corpus conceptual que, al tiempo que la condiciona, intenta dar cuenta de ella?
Ocurre que cuando el caso pasa a ilustrar lo bien fundado de la teoría, corre el riesgo de perder todo valor epistemológico, es decir, aquel que le otorgaría su carácter de excepción, por introducir un margen de incertidumbre en relación al conjunto y a la generalidad. El conformismo teórico que suele imponer la presión de la comunidad, con sus exigencias siempre renovadas, alienta, por cierto, el respeto y la alineación con la doxa. La renuncia a cierta libertad se contrapesa con el beneficio de establecer un lazo a partir de la experiencia que permite confinar la eventualidad del delirio de cada uno a un lugar adecuado11.
Así, acomodar el caso a lo aceptado de la teoría, es sin duda menos provechoso que interrogar lo ya sabido a partir de lo que podría constituir el límite de su universalidad; pero acentuar excesivamente la singularidad de cada cura encierra, como lo indica Jacques- Alain Miller, el riesgo efectivo de diluir las categorías de la clínica psicoanalítica en el océano del propio psicoanálisis12.
De cualquier manera, el delicado equilibrio que debe guiar las relaciones entre la práctica y la teoría no puede encontrar su razón en otra parte más que en el interior del relato que pone en juego a una y otra. Para ser más precisos, el punto en que la clínica tropieza con un borde intransponible y llama a la teoría sino para dar cuenta de él, al menos para situarlo13.
De este modo, la comunicación del caso descubre su razón cuando permite leer el encuentro con un real que ha causado su narración. Sea bajo la forma de un escozor, el desconcierto que produce una interrupción inesperada, el atrapamiento pulsional del analista en la transferencia, un impasse conceptual, el relato tiende a transcribir ese real, cernirlo en términos de saber, constituyendo como tal un lote del que el analista puede eventualmente disponer14. Algo que eventualmente le permite sustraerse del lugar en que ha quedado amarrado en la cura, y reubicarse en relación a la posición que en ésta debe poder ocupar.
Desafío que establece una necesaria vinculación entre la comunicación del caso –el relato de un análisis concluido o no–, y el deseo del analista en tanto tal.
El caso es su relato
La inscripción de la práctica analítica en el campo de la ciencia, y su surgimiento ligado a la instalación de su discurso, exigen la comunicación del caso como necesario a la propagación del psicoanálisis y a su transmisión; lo que de hecho vincula el relato del caso al deseo del analista en la medida en que por fuera de éste, la transmisión del psicoanálisis se torna rigurosamente impensable.
Más cerca de su habitual ocurrencia, es probablemente cierto que un analista es llevado a trabajar sobre un determinado paciente puede ser situado en el orden de su contratransferencia entendida en sentido negativo, es decir, en tanto que resto inanalizado que en una cura incumbe al analista a título personal. Pero es también verdad que ese mismo trabajo constituye una oportunidad más que propicia para reducir esa contratransferencia, al resituarse en la posición que le conviene a nivel de su acto.
La comunicación del caso, en cuanto se halla coordinada a un esfuerzo de formalización y de transmisión de una experiencia, se orienta en principio en esa dirección. Porque, más acá del vínculo de enseñanza que toda exposición clínica puede aspirar a establecer, sabemos que el enseñante se enseña en primer lugar a sí mismo. Y que una cura no se presenta regularmente, para el analista, del mismo modo después de su exposición.
Independiente de las circunstancias que rodean una presentación clínica (sus motivaciones, sus condicionamientos), el ordenamiento que requiere, los comentarios que suscita, corporizan un trabajo de depuración del análisis inseparable de la construcción del caso a que da ocasión. Los ateneos, las supervisiones que frecuentemente los preceden, las conversaciones con los colegas que habitualmente los acompañan, constituyen de este modo circunstancias que precipitan ese proceso de elaboración.
Por las mismas razones que una nueva puntuación puede organizar retroactivamente una secuencia clínica, confiriéndole una coherencia lógica que hasta entonces habría pasado desapercibida, el relato del caso permanece abierto a sus sucesivas retomas, a su relectura posterior, a su reestructuración por venir. Y así como los distintos comentarios de Lacan forman parte de los historiales freudianos a los que se amalgaman, inscribiendo marcas de lectura que coexisten sin excluirse, superponiéndose, todo caso permanece expuesto al comentario por venir.
Como esos papiros de la antigüedad que se reescriben sucesivamente, y en los cuales es posible leer en filigrana cada escritura anterior, el caso adopta la estructura del palimpsesto. No es la remisión a los datos ni a los dichos efectivos lo que lo caracteriza, sino ese constante trabajo de escansiones que signa su progresiva construcción. Y esta tarea permanente de reescritura se efectiviza aún sin que el analista haya dejado de ella un mínimo rastro en el papel.
Notas
1 Freud and Psychology, The Caucer Press, G.B., 1970. Citado por Oscar Masotta. «El hombre de los lobos: regalos dobles, padres dobles». En: Ensayos lacanianos, Anagrama, Barcelona, 1976, p.134
2 Jacques-Alain Miller, «Sobre el desencadenamiento de la salida de análisis (coyunturas freudianas)» Uno por Uno. Revista Mundial de Psicoanálisis N° 35, junio/julio 1993, p.7
3 Octave Mannoni, El hombre de las ratas, «La otra escena –claves de lo imaginario–» Amorrortu, Buenos Aires, p.100.
4 Oscar Masotta. «El hombre de los lobos», op.cit. p.134
5 Carlos Faig. «Lecturas clínicas». Xavier Bóveda, Buenos Aires, 1991, p.5
6 Philippe Julien. «La fabrique d'un cas d'acting-out» Le retour à Freud de Jacques Lacan. Erès, Paris.
7 Erik Porge. «La presentación de enfermos». Littoral 7/8 : «Las psicosis». La torre abolida, Buenos Aires, 1989.
8 «La presentación de enfermos», entrevista a Colette Soler por Silvia Tendlarz. Malentendido N°3, Buenos Aires, Mayo 1988.
9 Elisabeth Roudinesco. Jacques Lacan. Esquisse d'une vie, histoire d'un système de pensée. Fayard, France, 1993, p.562
10 Sigmund Freud. «Introducción». Historiales Clínicos. O.C. Biblioteca Nueva, T.II, Madrid, 1968, p.603
11Como lo señala Brigitte Lemérer, «una asociación que se especializara en el estudio de casos, correría enormes riesgos... ¡de disolución!» La teoría se demuestra necesaria para superar el sentimiento de cada analista de saber hacer un poquito mejor que su colega. Conversation sur le cas clinique, Guy Clastres, Jean Guir, Brigitte Lémérer, Gérard Pommier et Françoise Schreiber. Analytica Volume 32, Navarin, Paris, 1983.
12 Jacques-Alain Miller. «C.S.T.» Clínica bajo transferencia. Manantial, Buenos Aires, 1989.
13 Como lo indica Danièle Silvestre: «...lo que justifica la exposición de casos clínicos, es el encuentro de un punto límite en la práctica que no halla respuesta en la teoría, el encuentro de un real» Conversation sur le cas clinique. Table ronde, Analytica 32, Navarin, Paris, 1983.
14 Ricardo Scavino. «De casos bien escogidos». Psicoanálisis y el Hospital N°3, Buenos Aires, Invierno 1993, p.22
jueves, 10 de junio de 2010
El relato es el caso
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