jueves, 29 de abril de 2010

Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos


Jacques Lacan











Se ha planteado la cuestión del sentido del sentido (the meaning of meaning). Yo puntualizaría que, ordinariamente, se trata de hallar su respuesta sino fuera simplemente un pase de magia universitario.







En mi práctica, el sentido del sentido se conceptualiza (Begrif) por aquéllo de lo que huye, entendiéndose de un tonel y no de una estampida.







Es de aquello de lo que él huye (sentido; tonel) que un discurso toma su sentido; o sea, de que sus efectos sean imposibles de calcular.







Es evidente que la cumbre del sentido es el enigma.







Yo, no exceptuado de la susodicha regla, planteo la cuestión del signo al signo; de cómo se señala que un signo es signo, a partir de la respuesta encontrada en mi práctica.







El signo del signo, llamado la respuesta que hace pre-texto a la cuestión, es que no importa, finalmente, qué signo haga función de otro, precisamente porque él, puede serle sustituido. Pues, el signo, no tiene alcance más que por deber ser descifrado. Sin duda, es del desciframiento de donde el conjunto de los signos toma sentido. Pero no es porque una tal mención dé en el otro su término que él descubra su estructura. Hemos dicho aquéllo que equivale al alma del sentido. Arribar a élla no le impide fugarse. Un mensaje descifrado puede permanecer siendo enigma. El relieve de cada operación ‑una activa, otra pasiva- sigue siendo distinto. El analista se define en esta experiencia.







Las formaciones del inconciente demuestran sus estructuras como descifrables. Freud distingue la especificidad del grupo -sueños, lapsus y chistes a partir del modo, el mismo, con el cual opera con éllos. Sin duda Freud se detiene, cuando descubre el sentido sexual de la estructura. De lo que en su obra no se encuentran más que sospechas es de que la prueba del sexo no se sostiene más que por el hecho del sentido, pues en ninguna parte, bajo ningún signo, el sexo se inscribe por una relación.







Sin embargo, la inscripción de esa relación sexual podría ser exigida con razón, en tanto que en el inconciente es reconocido el trabajo del ciframiento o sea, de lo que hace falta al desciframiento.







El cifrar puede pasar por algo más elevado que el contar, en la estructura. El embrollo, pues ésto está hecho precisamente para eso, comienza en la ambigüedad de la palabra cifra.







La cifra funda el orden del signo.







Pero por otra parte, hasta 4, quizás hasta 5, como máximo hasta 6 números que son del real, aunque cifrados- los números tienen un sentido, el cual denuncia su función de goce sexual. Ese sentido no tiene nada que ver con su función de real, pero abre una perspectiva sobre aquello que puede dar cuenta de la entrada de lo real en el mundo del "ser" parlante (quedando bien entendido que sostiene su ser de la palabra). Supongamos que la palabra tiene la misma dimensión gracias a la cual el único real que no pueda inscribirse en ella sea la relación sexual.







Digo supongamos para aquellas personas cuyo estatuto está en primer lugar tan ligado a lo jurídico, al semblante de saber, hasta a la ciencia, que precisamente se instituye de lo real, que no pueden abordar ningún pensamiento en la inaccesibilidad de una relación que por lo menos encadena la intrusión de esta parte del resto de lo real.







Esto en un "ser" viviente del cual lo menos que se puede decir es que se distingue de los otros por habitar el lenguaje, como dice un Alemán que me honro de conocer (como se expresa para denotar que uno ha hecho su conocimiento). Este ser se distingue por esa morada algodonosa en el sentido en que el llamado ser la rebaja en toda clase de conceptos, o sea de toneles, más fútiles unos que otros.







Aplico esta futilidad hasta la misma ciencia, para la cual es evidente que no progresa más que por la vía de tapar los agujeros. Que eso le ocurra siempre es lo que la hace segura. Bajo esta condición, la ciencia no tiene ninguna clase de sentido. No diría lo mismo de lo que ella produce, que curiosamente es la misma cosa que aquello que se escurre por la fuga, de la cual es responsable la hiancia de la relación sexual, o sea la que yo destaco del objeto (a), a leerse pequeña a.







En relación a mi "amigo" Heidegger, evocado antes, por el respeto que le tengo, emito el voto de que él tuviera a bien detenerse un instante, voto puramente gratuito, en tanto sé perfectamente que no podría hacerlo, detenerse, digo, sobre esta idea de que la Metafísica no ha sido nunca, y tampoco podría prolongarse, más que en ocuparse de tapar el agujero de la política. Ese es su resorte.







Que la política no alcance la suma de la futilidad, es en lo que se afirma el buen sentido, aquél que hace la ley. No tengo que subrayarlo al dirigirme al público alemán que tradicionalmente le ha añadido a ello el sentido llamado de la crítica, sin que sea vano recordar aquí donde lo ha conducido ello en 1933.







Inútil hablar acerca de lo que yo articulo del discurso universitario, en tanto él especula con lo insensato como tal y, en ese sentido, su mejor producción es el chiste, el que, sin embargo le provoca miedo. Este miedo es legítimo si uno piensa en aquel que aplasta en el suelo a los analistas, o sea a los parlantes que se encuentran sometidos a ese discurso analítico. Uno no puede menos que sorprenderse ante ellos por el hecho de que ese discurso haya advenido en seres, hablo de los parlantes, de quienes se dice todo al decir que no han podido imaginar su mundo mas que suponiéndolo embrutecido, o sea, a partir de la idea que tienen, desde no hace demasiado tiempo, del animal que no habla.







No les busquemos excusas; su ser mismo es una de esas ideas. Pues si ellos se benefician de ese nuevo destino, en tanto que ser, les falta ex - sistir. Inclasificables en ninguno de los discursos precedentes, sería necesario que ellos existieran en aquéllos, en tanto se creen sostenidos, al apoyarse en el sentido de esos discursos para proferir aquello en lo cual su propio discurso se contenta, a justo título de ser más fugitivo, lo que lo acentúa.







Sin embargo, todo los reduce a la solidez del apoyo que tienen en el signo: éste no sería más que el síntoma con el cual tratan, que hace un enorme nudo del signo, nudo tal que un Marx lo ha percibido hasta sosteniéndose en el discurso político. Sólo me atrevo a insinuarlo porque el freudo-marxismo es el embrollo sin salida.







Nada consigue enseñarles, si siquiera el hecho que Freud fuera médico y que el médico como el enamorado no tiene miras muy largas, que es entonces en otra parte donde es necesario ir para obtener su genio. Especialmente en hacerse sujeto no de un repaso, sino de un discurso sin precedente, por el cual sucede que los enamorados se conviertan en genios al reencontrarse en él, qué digo, en haberlo inventado mucho antes que Freud lo estableciera, sin que por ello le sirva al amor para nada. Eso es patente.







Yo, que sería el único -si algunos no me siguen- en hacerme sujeto de ese discurso, voy a demostrar, una vez más, por qué los analistas se embrollan en él, sin recurso.







El recurso es el inconciente; el descubrimiento de Freud de que el inconciente trabaja sin pensar en ello, ni calcular, ni siquiera juzgar y que, sin embargo, el fruto está allí: un saber que no se trata más que de descifrar, en tanto consiste en un ciframiento.







¿Para qué sirve ese ciframiento? Yo diría que para retenerlos abundando en la manía, planteada por otros discur­sos, de la utilidad (decir manía del útil, no niega al útil). El paso no está dado por este recurso que, sin embargo, nos recuerda que, fuera de lo que sirve, está el gozar; que en el ciframiento está el goce, ciertamente sexual, está sufi­cientemente desarrollado en el decir de Freud para poder concluir en ello: que lo que implica es que está allí lo que obstaculiza la relación sexual establecida. O sea que jamás puede escribirse sobre esa relación. Quiero decir que el lenguaje no hace nunca otra traza más que la de una triquiñuela infinita.







Con toda seguridad que entre los seres que son sexuados (aunque del sexo no se escriba más que por su no relación) hay encuentros.







Hay buena hora (bon heur). No hay nada más que esto: a la pequeña felicidad (bonheur), la chance! Los “seres” parlantes son felices; felices por naturaleza. Todo lo que les falta es chance. No será que por medio del discurso analítico ésta podría aumentarse un poco? He ahí la pregunta de cuyo ritornello no hablaré si su respuesta no estuviera ya. En términos más precisos: la experiencia de un análisis libera a aquel que llamo el analizante-¡ah!, que suceso he obtenido con esta palabra entre los pretendidos ortodoxos y como, por ella, confesaban que su deseo en el análisis era el de no ser o no estar en él para nada- libra al analizante, decía, el sentido de sus síntomas. Y bien; planteo que esas experiencias no podrían adicionarse -Freud lo ha dicho antes que yo. En un análisis todo consiste en recoger -donde se ve que el analista no puede traerse de las patas- en recoger, por otra parte, como si nada hubiera estado allí establecido. Eso no quiere decir más que la fuga del tonel siempre puede volver a producirse.







Pero ese es precisamente el caso de la ciencia (y Freud no lo entendió de otro modo, falta de previsión).







Pues la cuestión comienza a partir de que existen tipos de síntomas, de que existe una clínica. Sólo que ésta existe desde antes que el discurso analítico y es seguro, pero no cierto, que el mismo le aporta alguna luz; y nosotros necesitamos de la certeza en tanto es la única que puede transmi­tirse y demostrarse. Esta es la exigencia de la cual muestra la historia, para nuestro estupor, que ha sido formulada mucho antes que la ciencia misma responda de ella, y que, aunque la respuesta misma haya sido completamente distinta de la facilitación que la exigencia hubiera producido, la condición de la cual ella partió fue que la certidumbre fuera transmisible, y ella ha sido satisfecha.







Estaríamos equivocados en fiarnos en no hacer más que el remitirnos a ello, aunque fuera con la reserva de la pequeña felicidad, la chance.







Pues, hace largo tiempo que tal opinión ha producido su prueba de ser verdadera, sin que, sin embargo, produzca ciencia (conforme el Menón, donde es de eso de lo que se trata).







He ahí que ya puede escribirse, aunque no sin hesitación, lo que los tipos clínicos relevan de la estructura. No sería así, cierto y transmisible, más que a partir del discurso histérico; hasta es en el cual se manifiesta un real, cer­cano al discurso científico. Se destacará que he hablado del real y no de la naturaleza.







Desde donde yo indico que lo que surge de la misma estructura no tiene necesariamente el mismo sentido. Es por ello que no hay análisis más que de lo particular. No es enteramente de un sentido único de donde procede una misma estructura y sobre todo no lo es cuando ella alcanza al discurso.







No hay sentido común de la histeria y es la estructura a partir de la cual en los histéricos o histéricas juega la identificación. La estructura, y no el sentido; como bien se lee por el hecho de que llega hasta el deseo, es decir hasta la falta tomada como objeto y no hasta la causa de la falta (conforme el sueño de la bella carnicera en la Traumdeutung, devenida ejemplar por mis cuidados. No me prodigo en ejemplos, pero cuando me mezclo en ellos, los llevo al paradigma).







Los sujetos de un tipo no tienen, pues, utilidad para los otros del mismo tipo y, es concebible que, un obsesivo no pueda otorgar el menor sentido al discurso de otro obsesivo. De allí mismo parten las guerras de religión (pues es el único trazo del cual ellas hacen clase al resto insuficiente). Hay obsesión en el golpe. De allí resulta que no existe comunicación en un análisis más que por una vía que trasciende al sentido: aquella que procede de la suposición de un sujeto del saber inconciente, o sea, del ciframiento. Es lo que he articulado: acerca del sujeto supuesto saber.







Es por ello que la transferencia es amor. Un sentimiento que toma allí una forma tan nueva que le introduce la subversión, no porque sea menos ilusorio sino porque se otorga un partenaire que tiene la chance de responder, lo que no es del caso en las otras formas. Vuelvo a poner en juego la buena hora (bon heure), con la única excepción de esta chance: que esta vez proviene de mí y yo debo abastecerla.







Insisto: es al amor a quien se dirige el saber, no al deseo; pues se puede repasar el Wisstriebe (deseo de saber) -habrá sido el tampón de Freud- y no existe el más mínimo. Es en este punto en el que se funda la mayor pasión del ser parlante que no es el amor ni el odio, sino la ignorancia. Todos los días la toco con el dedo.







Que los analistas -digamos aquéllos que tienen el empleo sólo por plantearse como tales, de acuerdo con ello y sólo por este hecho, realmente- que los analistas, y lo digo entonces con sentido pleno, me sigan o no, no hayan comprendido aun que lo que provoca la entrada en la matriz del discurso, no es el sentido sino el signo, dará la idea de la necesariedad de esta pasión de la ignorancia.







Antes que el ser imbécil tomara supremacía, otros, no idiotas, enunciaban acerca del oráculo que no revela ni oculta, semaine, hace signo.







Era en tiempos anteriores a Sócrates quien, aunque histérico, no es responsable de lo que le siguió: el largo rodeo aristotélico de donde Freud al escuchar a los socráticos que he mencionado, volvió a aquéllos anteriores a Sócrates únicos capaces, a sus ojos, de testimoniar acerca de lo que él descubrió.







No es porque el sentido de su interpretación haya tenido efectos que los analistas estarían en lo verdadero; porque aunque aquélla hubiera sido justa, sus efectos son incalculables. Ella no testimonia de ningún saber porque tomándolo en su definición clásica, el saber se asegura por una posible previsión.







Lo que ellos tienen que saber es que hay de ello un saber que no calcula pero que no trabaja menos para el goce.







¿Qué es lo que no puede escribirse del trabajo del inconciente? He ahí donde se revela una estructura que pertenece precisamente al lenguaje cuya función es la de permitir el ciframiento. Es lo que constituye el sentido, a partir del cual la lingüística ha fundado su objeto aislándolo de él: el nombre de significante.







Es el único punto en que el discurso analítico se posa en las ramas de la ciencia, pero si el inconsciente testimonia acerca de un real que le es propio, allí está, inversamente nuestra chance de elucidar cómo el lenguaje vehiculiza en el número el real, a partir del cual se elabora la ciencia.







Lo que no cesa de escribirse es soportado por el juego de palabras que la lengua mía ha conservado de un otro, y no sin razón, la certidumbre de la cual testimonia en el pensamiento el modo de la necesidad.







Como no considerar que la contingencia, o aquello que cesa de no escribirse no sea por donde se demuestra la imposibilidad o aquello que no cesa de no escribirse y que un real se afirme desde allí que, para no estar mejor fundado sea transmisible por la fuga a que responde todo discurso.







7 de octubre de 1973.