miércoles, 5 de mayo de 2010

UNA CLÍNICA SIN MUCHO DE REALIDAD

GUY LE GAUFEY



Cualquiera que sea el adjetivo que califica, a veces, a una clínica — por ejemplo : «analítica» – se ha de esclarecer primero el lazo que toda clínica mantiene con la dimensión de «realidad» con la que parece estar íntimamente ligada. Intenté desplegar anteriormente la semiótica que trama el funcionamiento del signo en la situación clínica , lo que me contentaré con resumir así por ahora : el signo clínico corresponde perfectamente a la definición clásica del signo, según la cual el signo representa algo para alguien. Lo cierto es que a partir de tal definición, el «algo» puede ser entendido de diversas maneras – sin mencionar al «alguien» que, también, puede ser objeto de lecturas varias.

El signo clínico se especifica, entre los demás signos, por tener algo que siempre pertenece a la dimensión de una u otra «realidad» diferente de la suya propia. Veremos un poquito más tarde, en unos cuantos detalles, qué pensar de este término de «realidad», pero antes de indagar en esta dirección, tenemos que tomar en cuenta el hecho de que la noción misma de «realidad» se opone a la del signo. Por supuesto, se puede considerar una cierta realidad del signo mismo; pero en el caso del signo clínico, diferenciamos, sin pensar en ello, la realidad del signo y la de su referente. ¿Por qué?

La escena clínica

La clínica empieza cuando se producen signos enigmáticos, signos que no dan por sí mismos sus significaciones propias, y frente a los cuales se encuentran por lo menos dos personajes (se pueden reducir a uno, pero en este caso los dos papeles diferentes se unen en una misma persona) : primero, el clínico, el supuesto saber, no tanto de lo que significa exactamente cada signo en cuanto se presenta, sino el advertido de la naturaleza engañadora del signo en sí mismo, y consecuentemente, el que no se deja embaucar por un saber libresco que da a un signo su significación sin buscar más… su referencia. Ahí está el busilis.

Y por otra parte, está el segundo, al que vamos a nombrar el alumno, el inocente, el que a veces ni ve al signo, o si se lo ve, cierra el pico sin arriesgarse más allá, o peor aún: se precipita a leerlo como en un libro, blandiendo entonces una significación vacía que no funde su pertinencia en la singularidad del caso, sino únicamente en la generalidad de un saber no-clínico, precisamente.

Esta diferencia entre estos dos personajes es importante porque despliega en el espacio teatral de una escena el camino irrepresentable que permite ir del signo a su referente – y por eso tocar una significación localmente pertinente. El alumno encarna aquí al signo en su opacidad, en su presencia pura de signo, es decir: una configuración sensible que, de una u otra manera, deja adivinar que está representando algo diferente, y que entonces hay que buscar este «algo» con lo que está ligado. Enseñar que hay como una valencia libre es lo que califica al signo como tal. Puede ser el primer trabajo del clínico, que apunta al hecho de que tal apariencia sensible no se puede entender sin la presencia de una causa propia, o también el del alumno que ya practica, como cada uno, la gimnasia general del signo y sabe, más o menos instintivamente, cuando una percepción tiene un valor anunciador de otra cosa, o no.

El clínico, por su lado, encarna – en la confianza que le dan los alumnos, en su papel de relativa autoridad, en su saber práctico tan codiciable – la convicción, sino es que la certeza, de que efectivamente HAY algo diferente, HAY un referente, de suerte que el signo hasta ahora enigmático va a liberar pronto la significación encerrada en él mismo, que seguía teniendo escondida. Y todo esto gracias al clínico y su lectura paciente, cuidadosa y atenta. Así, la escena clínica se ofrece como la de un drama, de una aventura catártica que puede tropezar y fallar, pero también tener éxito en la producción de una significación que proviene de un lazo muy fuerte entre el signo y su algo ya que, las más de las veces, se trata de una relación de causalidad: el signo es una consecuencia de la existencia del referente, del algo.

El signo clínico se ofrece como signo porque algo se construyó directamente, o inició su desarrollo a través de una serie de etapas más o menos complejas. La fiebre aparente, visible, procede de la infección bacteriológica no visible y de la defensa del organismo frente a ésta. Así dice el clínico que conoce todo el camino : la debilidad de las bacterias a temperaturas mayores de 38 grados, el sistema de defensa inmunitaria y su inverosímil inteligencia de la situación, etc. Todo un saber, en este momento libresco, se une allí a la percepción del lado manifiesto del signo para sostener el lazo entre este signo y su referente, al construir una cadena causal sin ruptura. Todo esto parece bastante científico, muy seguro, entonces: ¿cuál es la diferencia cuando decimos que la fobia procede de la angustia de castración? ¿O que la histeria procede de un deseo insatisfecho?.

Cuando este lazo de la significación correcta acaba por establecerse, la diferencia entre el alumno y el clínico se destruye localmente, se reduce a nada. Bien mirado todo esto, hay algo de la caída del telón sobre la obra semiótica que había empezado con el surgimiento del signo enigmático. El público siempre se identifica fuertemente con esta pareja alumno/clínico porque en ellos dos se inscribe el misterio del signo y su cumplimiento, su manera de alcanzar por fin su significación. Pasar así del alumno medio ciego al clínico cuya mirada sabe traspasar la opacidad del signo es casi por excelencia la odisea semiótica en sí misma, y es por eso que el buen clínico tiene tanto de Ulises: astuto, hábil, reflexivo, intuitivo y trabajador.

A partir de este planteamiento mínimo sobre el signo clínico en su tensión dramática, tenemos que referirnos a la obra mayor de Michel Foucault, en la cual aisló como nadie antes lo había hecho lo que llamó «el nacimiento de la clínica». Su búsqueda lo condujo a diferenciar con maestría los caminos a través de los cuales se dibujó una nueva clínica, la que hoy todavía entendemos cuando hablamos de una clínica cualquiera.

El nuevo objeto de la clínica

El magnífico libro de Foucault – en mi opinión, probablemente el mejor que escribió, por su estilo, su fuerza de convicción y la pertinencia de sus análisis – nos permite apreciar la consistencia histórica que tomó este término desde su reinvención al inicio del siglo XIX.

Al dedicarse a destacar el papel de las fuerzas políticas en juego, en la construcción de la nueva importancia del término «clínica» antes y después de la Revolución francesa, Foucault no busca tanto esclarecer el dispositivo semiótico en este giro. Se preocupa, sobre todo, por lo que llama «el fenómeno de convergencia entre las exigencias de la ideología política y las de la tecnología médica». Pero a lo largo de su trabajo, no puede evitar consideraciones bastante semióticas al esclarecer el papel atribuido a la mirada clínica.

En ello sobresale su talento de escritor para dar existencia y consistencia a un ser tan fugaz como el de una mirada nueva en el orden médico. No es que la clínica fuese algo nuevo en sí mismo. Desde Hipócrates y Galeno, el lecho del enfermo siempre había sido el lugar privilegiado de la indagación médica. Pero Foucault tiene razón, o por lo menos nos convence y nos obliga a capitular sin resistencia frente a la idea de que en el viraje del siglo de las luces, algo intervino en la mirada clínica que nunca hubiera podido ocurrir antes.

Muestra con toda claridad que la singularidad del caso clínico nunca se presenta naturalmente, por sí misma, a pesar de sus pretensiones de hacerlo así. Nos informa que la constitución de la clínica moderna se hizo en primer lugar en un combate contra la medicina de la Facultad y a favor de la Société Royale de Médecine, un combate entre una medicina de las esencias de las enfermedades, y otra de las apariencias de las enfermedades, interesada en las epidemias, con un estilo más higienista, y casi estadístico. Esto fue un viraje decisivo para que se destacase la enfermedad, no en sí misma, sino en sus apariencias visibles, y más allá de sus particularidades sociales, regionales, familiares, etc. Sólo este episodio histórico de lucha entre dos medicinas permite entender bien por qué la mirada clínica necesitó un terreno nuevo, un terreno que ya no tenía nada natural, el de una nueva concepción del espacio del hospital clínico en el cual los signos de la enfermedad se presentaban como en un ámbito homogéneo. Esto es un punto clave: el objeto de la mirada clínica ya no se encuentra en la naturaleza, como pura manifestación de su esencia a través de la variedad de sus apariencias, sino en el hospital clínico, es decir en un lugar en el cual han sido aislados algunos casos típicos de enfermedades. Lo que se encuentra entonces en semejante lugar clínico donde reina la mirada clínica, no son tanto enfermedades, sino conjuntos de signos que plantean problemas semiológicos, y revelan la presencia indirecta de tal o cual enfermedad. Hubo aquí un cambio de valor de lo visible: antes, los signos patológicos no eran más que los índices directos de una enfermedad considerada como un ser, complejo y ajeno pero bien individuado. En el hospital clínico, los signos valen por sí mismos, componen un mensaje que el clínico debe descifrar signo por signo, letra por letra.

Importancia de la descripción

A partir de esta primera elección que produce el nuevo terreno clínico, se plantea mejor el problema de una clínica moderna: por supuesto, hay una prioridad ética y técnica del ojo, de la mirada que destaca los signos, pero esto no basta ya que se trata de enseñar al alumno, y por eso de conjugar la agudeza de la mirada advertida del clínico con el aparato del lenguaje. Es únicamente a través de este último que se puede esperar una transmisión del saber clínico. De ahí la importancia de la «descripción», término clave del universo clínico. Un cierto Amard, citado por Foucault, decía muy bien: «L’art de décrire les faits est le suprême art en médecine ; tout pâlit devant lui ».

Al buscar una nitidez lingüística tan aguda como la de su discernimiento visual, el saber clínico hubo de inventarse rápidamente una terminología bastante rígida, ya que se trataba entonces de conjugar la singularidad de lo visto con la homogeneidad de lo transmisible. De ahí un conflicto grave entre el naturalismo de una clínica abierta a una mirada no recargada con un saber ajeno al objeto, y la indispensable nomenclatura más o menos rígida gracias a que la mirada inocente puede transformarse en una palabra culta, que reconoce a través de la dispersión de los datos de todo orden, los elementos pertinentes para establecer el diagnóstico correcto. Este es el conflicto que se encarna en los dos personajes de la escena clínica que describía al inicio.

Lo más interesante en las consideraciones de Foucault es lo que él llama «la estructura alfabética de la enfermedad »; aquí se encuentran sus notaciones en lo que se refiere al nexo entre semiología médica y semiótica general, es decir entre síntoma y signo.

Esta concepción alfabética corresponde a un cambio de paradigma mucho más amplio que el que estudiamos aquí. A lo largo del siglo XVII y de la primera parte del siglo XVIII, el modelo de la constitución de un saber ya era la clasificación botánica, que ordenaba a partir de las semejanzas visibles la heterogeneidad perceptible, sin tener miedo de perderse en una arborescencia indefinida. Era, en aquel entonces, el paradigma central para pasar de la infinitud de lo perceptible a la finitud de los elementos del saber humano. A partir del fin del siglo XVIII, es al contrario: la gramática , se presenta como un modelo de construcción de un saber, en la medida en que revela cómo una lengua permite comprender que la infinitud de lo que se puede significar proviene de una serie finita de términos – algo que debía reducirse más tarde a la doble articulación del lenguaje. Ya no se trataba entonces, en la construcción de un saber, de describir al infinito las diferencias perceptibles, sino también de fabricar la batería mínima cuyos términos se encontrarían en todas las manifestaciones que pudiéramos visualizar . A la mirada: las variedades sin fin de lo visible; a la terminología clínica: los ladrillos elementales a partir de los cuales se construyen las enfermedades, y por eso se entienden.

De tal modo que ya no se trata de percibir una enfermedad en sí misma, sino únicamente lo que llamo aquí sus «ladrillos», es decir los signos mínimos con los que el clínico concluirá sobre tal o cual enfermedad. El diagnóstico surge como una conclusión hipotética, y no como la percepción indirecta de una enfermedad que se escondería detrás de los signos que la traicionan. «¿Qué es una pleuresía?», pregunta el gran médico francés Cabanis después de haber descrito los signos que la caracterizan. Él mismo contesta: «Es el cúmulo de estos accidentes que la constituyen. La palabra “pleuresía” no hace más que recordarlos de una manera más abreviada .» Tenemos entonces que considerar un cierto nominalismo de la clínica moderna en el sentido de que lo que existe realmente, ya no son tanto las enfermedades, consideradas como los universales de la Edad media, sino los signos patológicos en sus propios referentes. Estos signos constituyen el alfabeto clínico que el buen alumno debe aprender de memoria. Es casi al revés de la concepción anterior en la cual los mismos signos no eran más que una especie de dibujos sobre una tela visible que testimoniaban de la presencia de un ser tan invisible como nefasto, aciago y funesto.

Foucault escribe páginas memorables sobre el hecho de que, en este viraje, una concepción bastante religiosa de la enfermedad, como manifestación individuada de lo malo, se deshace en favor de otra concepción que encuentra en la muerte, en la patología anatómica, la racionalidad última de las fuerzas que se oponen a la vida. La nueva clínica se quiere laica, no porque sus clínicos serían en adelante ateos, sino porque la presencia milenaria de lo malo en lo maligno, el malestar, lo maléfico se desvanece como principio unitario de cada enfermedad. Hasta entonces, cada una tenía una existencia propia que podía ser pensada como un sujeto en el reino de lo malo, obedeciendo a su amo, el espíritu maligno. El gran modelo de la encarnación, que permitió durante siglos pensar el nexo entre esencia y existencia, entre el ser y sus manifestaciones, seguía siendo un eje fundamental en la vieja clínica, en la antigua manera de pasar de la variedad de los signos a la unidad de una enfermedad. De ahí en adelante, debido a la mirada clínica que se reconcentra en la lectura de los signos patológicos presentes en un hospital hecho para enseñarlos, desaparece el reino de lo malo con sus sujetos, las diferentes enfermedades, y se dibuja un nuevo nexo entre signo y realidad.

Realidad clínica y racionalidad

La realidad que cada signo implica entonces, ya no es la enfermedad misma. Esto es clarísimo en la cita de Cabanis: el mismo signo puede muy bien encontrarse en enfermedades totalmente diferentes. Sólo el conjunto apunta a una, y a una sola. Pero se necesitaba un paso más para liberarse claramente de la noción de esencia de cada enfermedad, y de su inscripción en una nosografía y una nosología . Fue el trabajo del médico francés Broussais quien, en la famosa cuestión de las fiebres, llegó a considerar que todas (se conocían por lo menos una docena), no eran una sola, por supuesto, sino que era la manera en que los tejidos reaccionaban cuando, por una razón cualquiera, estaban irritados. A la concepción de una serie de fiebres esenciales se substituía la idea de una misma forma de reacción del organismo. En una disputa con otro médico, el mismo Broussais hablaba de «desesencializar» el «estatuto general de la fiebre» para considerar únicamente la localización del signo aparente, y entender a partir de ahí el sufrimiento, no del enfermo, sino del tejido aislado por la localización (y eventualmente, si se podía, curarlo).

Con él, ya no se trata entonces de buscar signos que permitirían concluir sobre tal o cual enfermedad, sino de localizar el signo en el espacio del cuerpo, porque esta localización permite concebir una causalidad (y luego una racionalidad) que ya no requiere del pensamiento de entidades casi metafísicas, como se le aparecían a Broussais las enfermedades que le ofrecía la nosología de su época. El signo clínico basa en adelante su racionalidad en esta indispensable localización. Comenta Foucault :

L’espace local de la maladie est en même temps, et immédiatement, un espace causal..

El espacio local de la enfermedad es al mismo tiempo, y en el acto, un espacio causal .

Pero este espacio necesita absolutamente una lesión, por lo menos la manifestación en el espacio del cuerpo del signo que autoriza atribuirlo a una causa directa o indirecta. Aquí está el punto clave de la nueva clínica, que permitía no precipitarse hacia cualquier esencialidad de la enfermedad, y por eso mismo, no regresar tan rápido al modo de pensar de antes, utilizando la nueva terminología de la clínica moderna. Aquí podemos adivinar algunas preguntas que es posible plantear a una clínica analítica, empezando con problemas que se encuentran en la psiquiatría.

Lesión o no lesión

En su nacimiento mismo, esta clínica psiquiátrica se encuentra dividida entre los que buscan incansablemente la lesión –y triunfan cuando la encuentran, como en la parálisis general-, y los que ni siquiera piensan en buscarla, como el psiquiatra francés François Leuret y su «tratamiento moral», en la primera parte del siglo XIX. Ahora se trata de lo mismo, sólo que la lesión se ha reducido en un punto preciso del funcionamiento neuro-biológico: si falta la cantidad x de tal o cual neuro-transmitor, esto desempeña sin problema el papel atribuido anteriormente a la lesión porque siempre se trata de la localización de un tejido corporal. La quimioterapia puede presentarse como la continuación de una clínica seria, en el hilo de la gran clínica inventada al inicio del siglo XIX, porque sus éxitos demuestran la presencia de una causalidad física, química, y luego espacial y corporal. Pero este ideal médico no pudo abarcar la totalidad inestable del campo psiquiátrico; de ahí la tentación de construir un nuevo tipo de clínica, que ya no se apoyara tanto en la lesión y el tipo de funcionamiento de su signo, sino en la producción de un signo de otra naturaleza, mucho más discursiva. Los grandes clínicos psiquiatras del fin del siglo XIX y del inicio del XX (Legrand du Saule, Sérieux et Capgras, De Clérambault, etc.) se aventuraron en un modo de descripción que ambicionaba rivalizar con la clínica moderna. No tengo el tiempo suficiente para detallar sus esfuerzos, entonces mejor me dirijo directamente a Freud que agravó considerablemente la cuestión, al cortar casi por completo, el último lazo que quedaba con la nueva inteligencia del signo establecida por la nueva clínica.

Se sabe bastante bien que la fractura entre Charcot y Freud se produjo sobre la cuestión de la lesión ; pero no existe tanta gente que pueda medir bien la importancia de la pérdida de Freud en el terreno de la racionalidad clínica cuando se decidió a abandonar su «neurotica», es decir no sólo la idea de una causalidad lesional, sino también la de un trauma sexual en la patogenia de la histeria. En este caso, la noción de tejido corporal podía ser sustituida por la de, digamos, tejido histórico: la teoría de la degeneración, por ejemplo, lo hacía sin mayor problema por los psiquiatras que la practicaban, al considerar que la historia de las generaciones era capaz de explicar la presencia de síntomas clínicos. Pero la suposición lesional seguía siendo decisiva para ellos; nadie se permitía negarla, sólo aplazarla un poco. Freud, sin vacilar mucho, la abandonó, no sin problema para él, y sobre todo para la cohorte de sus alumnos en la cual no todos entendieron bien las consecuencias de tal renuncia.

Freud mismo extremó las cosas hasta poner en duda que el análisis se apoyaba de manera decisiva en la noción de causalidad. En su conferencia XXVII, pregunta a sus supuestos auditores si saben bien lo que se llama una «terapia causal». Su descripción corresponde muy estrechamente a la de una clínica médica en el mejor sentido de la palabra. Pero precisa de inmediato que el análisis no se puede entender así, esencialmente a causa de este fenómeno extraño, crucial en el tratamiento, que tenemos que nombrar: la transferencia.

¿Por qué tal precisión? Porque a sus ojos hubiera sido un error fatal concebir la repetición ligada a la transferencia como la prueba de que hubiera pasado lo mismo anteriormente. Una transferencia al padre sobre «la persona del médico», escribe Freud, no es la prueba de que «el enfermo hubiera sufrido anteriormente de semejante lazo libidinal inconsciente con su padre ». Se deshace aquí la posibilidad de pensar tranquilamente en una especie de «clínica histórica» que constituyera sin embargo y aparentemente el único recurso de una clínica analítica.

¿Qué pasa entonces del lado del signo? Habíamos entrevisto que la nueva clínica se había dado una comprensión muy precisa de los referentes de los signos que a ella le interesaban, a través de su preocupación por la localización. La realidad que buscaba el nuevo clínico pertenecía de pleno derecho a la realidad que el nuevo discurso científico estaba midiendo. Podemos recordar aquí el hecho de que la tercera sección del primer libro en La ciencia de la lógica, de Hegel, se intitula «Teoría de la medida», y corre sobre más de sesenta páginas. Esta pasión de la medida implica una concepción del signo a la cual pertenece de pleno derecho el signo clínico. No es que, de vez en cuando, este signo tome un giro cualitativo; sino que el referente de este signo sigue siendo algo espacial, algo que, bajo algunas condiciones, podría ser medido.

Dos clínicas, dos signos

Encontramos aquí una de las más viejas distinciones en la naturaleza del signo: los escépticos consideraban que debían por lo menos diferenciar los signos «conmemorativos» y los signos «indicativos». Cito ahora a Sextus Empiricus:

Se dice que un signo es «conmemorativo» cuando ha sido claramente observado asociado a la cosa significada en el momento en que ésta es obvia, y nos induce, cuando ésta última ya no es evidente, a recordar aquella primera asociación, aun cuando el objeto significado ya no se presenta actualmente de manera manifiesta .

Un signo se llamará «de indicación», no cuando está claramente asociado a la cosa significada, sino cuando designa, en virtud de su naturaleza propia y de su constitución, aquello de lo que es el signo, como por ejemplo los movimientos del cuerpo son los signos del alma.

No nos sorprende el ejemplo final, que nos indica, en este caso, que la nueva clínica se fundaba en el signo «conmemorativo», como lo aconsejaban los escépticos para quienes los signos «de indicación» no ameritaban ser considerados como signos verdaderos. Pero es claro también que la clínica freudiana se instaló, en gran parte, en el terreno de este signo «de indicación», ya que la realidad a la cual remitía la mayoría de los signos que a Freud le interesaba, nunca la había visto nadie. Su «realidad psíquica», tan necesaria como era, lo ponía en un terreno semiótico en el cual se perdía la posibilidad de emplear las técnicas de la nueva clínica.

¿Se podía fundar otra clínica? Nos encontramos, hoy todavía, ante esta misma pregunta y lo mejor que podemos hacer es no olvidar los datos de este tan bien llamado «nacimiento» de la clínica. Es notable que Freud no disimuló la dificultad, y la reconoció plenamente en este tan bien conocido primer párrafo intitulado «Epicrisis», en el caso de Elizabeth von R…, en los Estudios sobre la histeria. Escribe:

No he sido psicoterapeuta siempre, sino que me he educado, como otros neuropatólogos, en diagnósticos locales y electroprognosis, y por eso a mí mismo me resulta singular que los historiales clínicos por mí escritos se lean como unas novelas breves, y de ellas esté ausente, por así decir, el sello de seriedad que lleva estampado lo científico. Por eso me tengo que consolar diciendo que la responsable de ese resultado es la naturaleza misma del asunto, más que alguna predilección mía ; es que el diagnóstico local y las reacciones eléctricas no cumplen mayor papel en el estudio de la histeria, mientras que una exposición en profundidad de los procesos anímicos como la que estamos habituados a recibir del poeta me permite, mediando la aplicación de unas pocas fórmulas psicológicas, obtener una suerte de intelección sobre la marcha de una histeria.

Esto se lee generalmente como algo bastante romántico, sin que se mida bien el desenganche semiótico que aquí está puesto en obra. La invención ulterior de la «bruja», es decir de la metapsicología, agravaría la situación en la medida en que la «realidad» de sus instancias está totalmente incluida en la lógica de los signos «de indicación», y subvierte también la base de la clínica cuyo nacimiento ha sido tan bien descrito por Foucault.

El pie que le falta a una clínica analítica

Nuestra descripción se ha complicado bastante, y para progresar en nuestra aclaración de lo que es una clínica analítica, tenemos que volver nuevamente sobre el escenario clínico tal como se lo presenté inicialmente. En el momento en que se aleja el referente del signo, pasando de la casi presencia de la «conmemoración» a la casi ausencia de la «indicación» como en las «novelas breves» de Freud, se desvanece también el alumno: ya no hay ahí nadie que vea el signo en sí mismo, con plena inocencia. Para que se vea el signo mismo se necesita aquél que va a establecerlo: el analista, el narrador, el paciente, poco importa su título, pero al famoso triángulo de partida: clínico/alumno/signo, le falta, de ahora en adelante, un pie. El signo, tan enigmático en su sentido como obvio en su presencia en la clínica médica, ha desaparecido como tal; en adelante, para enseñarlo, habrá que construirlo.

Antes, en el tiempo de la clínica que estudió Foucault, la naturaleza próxima del referente se revelaba en el hecho de que el signo mismo se daba generosamente para cualquier mirada atenta, lista y deseosa de instruirse. Ahora bien, se revela con nuestro nuevo escenario un rasgo que estaba bastante escondido en nuestras primeras consideraciones a propósito de la escena clínica: el alumno era, por principio, absolutamente cualquiera. El clínico no, pero el alumno sí, porque él era únicamente este punto de ceguera y de aprendizaje progresivo que lo hacía pasar del signo opaco al signo cumplido. En eso, es el hermano del observador científico que es necesario en toda ciencia experimental: este observador es cualquiera, o no es. Por el contrario, «la situación analítica, como lo escribe Freud, aquí directo en lo esencial, no admite cualquier tercero». Aparentemente, con esta frase, se trata sólo de aislar a la pareja analista/paciente. Pero ello implica también que no se puede introducir disimuladamente este tercero, este observador tan importante en el estatuto del objeto científico, ya que su presencia determina la capacidad de repetir la experiencia. Tenemos aquí, con el tratamiento analítico, una vivencia que no se puede repetir, que no autoriza a un tercero, y que luego no nos ofrece un signo de la misma naturaleza que el de la experiencia científica, o clínica. Esto se olvida comúnmente, y tendemos a recibir el signo clínico analítico como un signo «conmemorativo» cuando siempre es, sin ninguna duda, un signo «de indicación», totalmente construido por el que pretende enseñarlo.

He aquí una de las razones por las cuales Lacan identificó, en su seminario RSI, la realidad psíquica y la religiosa: ambas se alcanzan por signos «de indicación». Y por más indispensables que sean estos signos en el orden semiótico, no autorizan una clínica en el sentido que la desplegó Foucault, aunque les pese a tantos analistas que hablan de «Clínica freudiana» y de «Clínica lacaniana» sin pestañear, considerando que colgar un adjetivo por ahí y un sustantivo por allá no es sino una mera cuestión de gramática.

¿Tenemos acaso que afligirnos por esas condiciones tan críticas en lo que se refiere al nivel de realidad del signo pertinente en una clínica que, a pesar de mis ironías anteriores, se querría analítica? No, porque son aún más graves de lo que parecen, y precisamente en esta desmesura, encontramos nuestra suerte en la medida en que logramos tocar el punto en que ya no se necesita seguir corriendo detrás de una realidad cualquiera.

De lo que se trata ahora es de abandonar la realidad histórica así como también la psíquica, ya que esta última trae con ella la oposición normal/patológico que funda toda la psicopatología. De tal modo que se desvanecen muchas cosas al mismo tiempo: el alumno (el observador), el signo enigmático y la perspectiva de su referente, pero también la pareja normatividad/patología que estaba silenciosamente al principio de la elección del signo clínico. Nos encontramos ahora en un mar de palabras sin contar siquiera con una guía para saber por dónde buscar lo que permitiría cerrar una significación correcta.

No quiero dármelas aquí de poeta, y encomiar los deleites del silencio interior, o de la pura presencia a las cosas de ese mundo nuestro, como lo hizo tan bien Hugo von Hofmannsthal en su carta de Lord Chandos; me gustaría mucho más hacerme eco de la noción de primeidad forjada por Charles Sanders Peirce, noción que comenté largamente durante el último seminario que dicté aquí el año pasado. Se trata de considerar con esto un lado del signo que generalmente uno se apresura a pasar por alto: el signo sin relación a nada y a nadie. Ni en relación a quien lo produce como signo enigmático, ni tampoco en relación a quien lo escucha con plena inocencia, ni en relación a lo que fuera que le diera su significación. Se trata del signo fuera de su complemento referencial y de cualquier dimensión de interlocución, tal como Peirce lo presenta en su base: un puro «would be», algo en espera, que trae su propia música, como si estuviera casi totalmente ensimismado. Este concepto de primeidad desafía la razón ya que plantea la necesidad de darse algo que no tiene ninguna relación con nada: o sea, algo aparente y perfectamente incomprensible.

En esta exigencia, no hay sin embargo nada de chifladura de poeta. Surge más bien como condición inexpugnable del equilibrio interno del signo en su tripartición básica: para alcanzar cualquier triplicidad, hay que apoyarse en un «uno» que se sostenga por sí mismo, sin buscar más amparo – otro ejemplo de la misma necesidad, es lo que hace Lacan, de otra manera, con su rasgo unario. Se podría demostrar aquí la pertinencia semiótica de esta primeidad tal como la concibió Peirce; pero ¿qué hay de su pertinencia en el suelo analítico en busca de su clínica ?





El ocurrir del sujeto

La ruptura entre los signos y sus referentes se desarrolla siguiendo dos planos diferentes. Uno condujo al hallazgo de la incompletud de lo simbólico a través de los esfuerzos de David Hilbert y Kurt Gödel. Esta ruptura permitió estudiar la consistencia propia de un sistema de signos, sin hacer intervenir ninguna propiedad de sus referentes. Este fue el caso de la aritmética que, desde Frege y Russell, y su descubrimiento de las famosas paradojas, forcejeaba sin poder establecer su propia consistencia, porque siempre se mezclaban las propiedades de sus escrituras con las de los nombres, incluyendo así el terrible infinito que generaba –cada uno lo sabía bien– las paradojas. En 1931, Gödel demostró finalmente que, a pesar de su postura de eje central de las matemáticas, la aritmética no podía demostrar su propia completud. Eso no constituye, de ningún modo, una debilidad suya, sino un punto clave de su funcionamiento.

Pero nos interesará más, para concluir, el otro lado –que les importa un bledo a los matemáticos. Aquí ya no se trata de construir un sentido, o de encerrar a cualquiera significación, sino de arreglárselas de tal manera que uno pueda quedarse a la espera, sufriendo el hecho de que, precisamente, el sentido no se dé, no se encuentre, y aun a veces se rehuse tercamente durante un largo largo tiempo. Pienso, por ejemplo, en ciertos análisis de sueños que acaban trayendo signos totalmente enigmáticos, que no se dejan reducir a cualquier significación, precisamente lo que Lacan llamó:«las letras en suspenso (en souffrance) en la transferencia». Si hay, como se dice a veces, una clínica «de la transferencia», ésta tiene que tomar en cuenta, con agudeza, esta tensión peculiar que caracteriza al analista, por lo menos tanto como su saber teórico, práctico y cualquier otra cosa que viniera de su análisis «didáctico». No es exactamente ignorancia de su parte, o paciencia, o «cualidad de escucha»: todas esas palabras se refieren a faltas y virtudes personales y yoicas. Se trata más bien de una postura semiótica en la cual el signo encuentra su condición inaugural, aquella que destacó Peirce con tanta audacia gracias a su «primeidad», es decir también: el mero valor de llamada del signo –y me gusta en esta ocasión poder referirme al castellano que alberga aquí algo de la «llama» en la «llamada». Lo que da su llama al signo se ahoga y se muere en la significación –sin la cual no obstante no podríamos hacer nada.

Más arriba del cierre de la significación, a partir de la cual se puede desplegar todo lo psicopatológico si se quiere, existe este punto de acogida del signo que sobrepasa cualquier clínica en la medida en que se presenta como una especie de celebración de la dimensión simbólica a través de la cual encuentra su propia existencia el sujeto de la palabra. El analista, en su capacidad de no reducir todo lo que se dice a significaciones, manteniéndose a la espera de un sentido que no logra alcanzar su cierre, sin dejar escapar algo vago –precisamente esto vago que va a interpretar el otro signo, éste que siempre está por venir–, el analista se coloca decididamente en el lecho de la corriente simbólica.

Al respetar así a lo vago que caracteriza el cierre mismo de cada significación, este analista ofrece puntualmente a su paciente el albergue en el cual toda realidad está en suspenso: la de su historia como la de sus fantasías, la de sus traumas como la de su goce. De este suspenso, obviamente, no se puede decir mucho. Pero cuando este vacío falta, cuando la clínica que se quiere analítica se construye y se enseña en forma de psicopatología, cada uno puede saber, en el acto, que se ha perdido esta carencia de realidad que da su llama, su ánimo, al orden y al desorden simbólico.