lunes, 17 de junio de 2013

Tristeza y depresión




Por Claudio Godoy (EOL)
Esta idea de la tristeza como un pecado, como una falta moral, introduce una problemática ética. Sin embargo, no siempre fue vista como un problema. Durante el romanticismo tenía un valor que llegaba a lindar con lo creativo. No era bueno estar demasiado alegre. Tenía una función y representaba un valor.

En este sentido, la idea de la depresión aparece como algo que unifica, bajo un mismo término, fenómenos que para el psicoanálisis son de un orden muy distinto. Esto introduce toda una serie de problemas a nivel de la clínica. Frente a eso vemos que el avance de los medicamentos va generando una clínica que aparece ordenada en torno a los efectos que produce el fármaco.
Así vemos que lo que se impone es una universalización. Todo se trata de un más o un menos, de algo que nos es común a todos, es decir, una sustancia química, y que el fármaco vendría a paliar produciendo ese plus, corrigiendo el déficit supuesto. El problema queda reducido a una cuestión cuantitativa, de orden químico, que es común a todos.
Para el psicoanálisis, lo que mueve a un sujeto hay que ubicarlo al nivel del deseo. Por lo tanto la suspensión de aquello que causa el deseo produce un cierto abandono del sujeto; abandono de sus actividades, abandono de sus intereses, pero también abandono con respecto al decir.
Lo que descubre un análisis en ese sentido es que justamente el deprimido tiene en parte razón cuando afirma que nada tiene sentido. Es decir, ese sentido que pensábamos que estaba en las cosas es de lo más vacuo, de lo más evanescente y frágil. Que en todo caso si las cosas pueden tener un valor para alguien es debido a cómo él se sitúa en relación con su deseo, pero no porque las cosas tengan un sentido ya dado o sostenido en el Otro sino en la relación que cada sujeto mantiene con la causa de su deseo.

         
El autor propone poner en tensión el término de depresión con el de tristeza. Esta tensión permite recorrer dos épocas, la antigua y la moderna. Las nociones se sitúan en tiempos diferentes y localizan una ética propia en cada uno de ellos.

Claudio Godoy señala que la amplia promoción de este concepto, el de depresión, está íntimamente ligada al capitalismo y a la incidencia de la ciencia moderna. La depresión se tornado un padecimiento común sin embargo, advierte, conviene preguntarse por la pertinencia clínica del mismo ya que la insistencia en pensar ciertos fenómenos clínicos desde la perspectiva de la depresión tiene una estrecha relación con el avance de los medicamentos. Este avance introdujo un abordaje puramente farmacológico de la cuestión que reduce el fenómeno a un estado de ánimo. Surge entonces el interrogante acerca de cómo pensar la depresión desde el psicoanálisis. Para ello el texto se introduce de manera precisa, en los desarrollos de Freud y de Lacan respecto del tema.


El título que propongo pone en tensión dos términos: tristeza y depresión. En ellos podemos encontrar uno muy antiguo, el de tristeza, en el cual podemos situar toda una serie de referencias que provienen desde la Edad Media. Esa ha sido una época que se ha detenido mucho en considerar la tristeza. Existe, por ejemplo, un libro llamado Estancias,  editado en castellano en 1995 –cuyo autor es Giorgio Agamben- que dedica unos capítulos a la tristeza en la Edad Media, en tanto ha sido una preocupación de los monjes y los padres de la iglesia, y era concebida como un pecado. La tristia o acedia era un azote que se desplegaba en los claustros de los monasterios en la que el desdichado acidioso "empieza a lamentarse de no sacar ningún goce de la vida conventual, y suspira y gime que su espíritu no producirá fruto alguno mientras siga donde se encuentra". Así lo  afirma un documento de la época.

Había descripciones muy detalladas, que podríamos llamar "clínicas" por su precisión, acerca de cómo embargaba la tristeza a los hombres religiosos cuando el sol culminaba sobre el horizonte. Era conocida también por ello como el "demonio meridiano", porque se la ubicaba en el momento del ocaso, en la soledad; y era lo que podía llevar a que estos hombres renunciaran a su camino de reflexión, de dedicación a Dios.

Esta idea de la tristeza como un pecado, como una falta moral, introduce una problemática ética., sin embargo, no siempre fue vista como un problema. Durante el romanticismo tenía un valor que llegaba a lindar con lo creativo. No era bueno estar demasiado alegre. Tenía una función y representaba un valor.

Podríamos decir que estas referencias son las que quedan, de alguna manera, como puestas de costado por el término moderno de depresión. La depresión es un término fundamentalmente moderno y que puede ser ligado con la incidencia del capitalismo. Tal vez –como el propio G. Agamben lo señala- vuelve a ser un pecado pero referido ahora a la ética capitalista del trabajo: el deprimido, con su desgano, atenta contra el imperativo de producción y rendimiento que sostiene el sistema. En la actualidad la depresión, designa la preocupación del Amo por que todo marche. Es una palabra que en su éxito mismo se ha tornado sumamente amplia.

Hoy es común que un sujeto diga que está deprimido, que se presente en nuestro consultorio diciendo: "vengo porque estoy deprimido". Es decir, que este concepto, proveniente del campo de la psiquiatría, ha entrado en el discurso común y la gente se describe y se ubica con esta palabra. Y cada vez más: cuanto más se habla de depresión, más gente se apropia del término. Toma cada vez más consistencia, cuanta más gente se nombra de esta manera. Y este es, tal vez, uno de los problemas que es necesario interrogar antes de abordarlo desde la perspectiva del psicoanálisis. Conviene preguntarse por la pertinencia clínica de este concepto; es decir, si es algo que tiene una entidad suficiente más allá de la generalización de su utilización.

Podemos suponer entonces que su promoción está íntimamente ligada al capitalismo y a la incidencia de la ciencia moderna. Porque fundamentalmente la insistencia en pensar ciertos fenómenos clínicos desde la perspectiva de la depresión tiene una estrecha relación con el avance de los medicamentos, del abordaje farmacológico del sufrimiento humano. En ese sentido, en las últimas décadas, el abordaje farmacológico en la psiquiatría se ha impuesto de una manera abrumadora relegando al olvido los aportes de la psiquiatría clásica. Dentro de ese movimiento, ha sido muy interesante cómo irrumpieron cierto tipo de fármacos. Uno de ellos, que ha suscitado toda una serie de debates hacia fines de la década de los ´80s cuando fue introducido en el mercado, es la Fluoxetina (conocida como Prozac). Este medicamento fue saludado como una especie de nueva panacea, como un antidepresivo de última generación que venía a ofertar sus bondades a la masa de deprimidos. Un psiquiatra norteamericano llamado Peter Kramer llevó las cosas aún más lejos al introducir una perspectiva que denominó psicofarmacología cosmética. Esto tiene su importancia ya que  el planteo del que  parte es que hasta ahora la psiquiatría se había mantenido en el intento de medicar cierto tipo de síntomas considerados clásicamente como patológicos. Pero justamente lo que él propone es la posibilidad de que la psiquiatría diera un paso que en el campo de la medicina ya había sido franqueado por la cirugía. Me refiero a cuando la intervención quirúrgica dejó de apuntar meramente a la curación de una enfermedad y pasó a apuntar también a una finalidad estética.

La cirugía estética es la primera que ha atravesado, en el campo de la medicina, ese borde de lo patológico a lo estético. La propuesta de Kramer es utilizar los psicofármacos para transformar la personalidad y tornar al individuo más competitivo, más acorde a los tiempos que corren. En síntesis: abrir el espacio de una utilización del psicofármaco para lograr una estética de la personalidad.

Es cierto, que es este autor se formula –más allá de lo controvertido de su propuesta- preguntas que son muy pertinentes. Se plantea cuál sería el límite de esta utilización de los fármacos, cuál sería la diferencia entre este uso de las sustancias químicas y el uso de las drogas –que llama "callejeras" para diferenciarlas- por parte de un toxicómano. La respuesta que él introduce es que la utilización del fármaco es legítima porque puede tornar a un sujeto más apto para la lógica productiva y competitiva, mientras que las drogas podrían venir a paliar un malestar pero produciendo en el sujeto una suerte de ensimismamiento, de ruptura del lazo con el Otro. Es decir que la diferencia para él está en que en el primer caso favorece la adaptación y el enganche con el Otro social, y en el segundo produce una ruptura. Kramer sostiene, a su vez, que es preferible hablar de psicofarmacología cosmética en vez de ocultar la prescripción medicamentosa bajo máscaras como la de diagnosticar una "depresión encubierta". Es una especie de sinceramiento que propone a la psiquiatría moderna.

En este sentido, la idea de la depresión aparece como algo que unifica, bajo un mismo término, fenómenos que para el psicoanálisis son de un orden muy distinto. Esto introduce toda una serie de problemas a nivel de la clínica. Frente a eso vemos que el avance de los medicamentos va generando una clínica que aparece ordenada en torno a los efectos que produce el fármaco.

Esta perspectiva la encontramos claramente en lo que es la lógica de los DSM, los manuales diagnósticos de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana; aunque ellos la nieguen. Encontramos allí que van desapareciendo ciertas entidades clínicas que son centrales para el psicoanálisis, como por ejemplo la histeria. También en el campo de la psicosis se asistió a la entronización de la esquizofrenia y de un cierto olvido de la paranoia. Se ve, a su vez, la relativización y el desconcierto en el campo de las perversiones. Y en ese sentido la depresión forma una categoría cada vez más amplia que subsume toda una serie de fenómenos que para el psicoanálisis es necesario diferenciar. Para un analista es importante distinguir, cuando un sujeto dice estar deprimido, si esto corresponde a algo del orden de un fenómeno neurótico, a un momento particular en la neurosis; o si esto corresponde, por ejemplo, a algo del orden de un desencadenamiento de tipo psicótico, o si se trata de un cierto tipo de impasse en una perversión.

Justamente, el concepto de depresión tiende a diluir estos límites, permite borrar estos bordes que son fundamentales de distinguir, en el campo del psicoanálisis, con respecto a la estructura. Y los diluye porque justamente introduce algo meramente cuantitativo del orden de un "más" o un "menos" en un estado de ánimo, lo cual puede ocultar que no es algo homogéneo.

Es en ese punto que el abordaje puramente farmacológico de la depresión deja de lado la cuestión del sujeto; porque reduce el problema a un estado de ánimo que responde desde la perspectiva de la ciencia a un problema químico. Debido a esto es que los planteos antiguos sobre la tristeza pueden resultarnos más fecundos, ya que introducen una dimensión ética que aquí resulta absolutamente soslayada. Así, por ejemplo, la Fluoxetina, que es un medicamento que interviene a nivel intersináptico en la recaptación de la serotonina, se sostiene en la idea de que un sujeto está deprimido cuando tiene un nivel bajo de serotonina. A lo que apunta el fármaco, por lo tanto, es a crear un mayor nivel de ella, lo cual llevaría a un cambio en el estado de ánimo.

Así vemos que lo que se impone es una universalización. Todo se trata de un más o un menos, de algo que nos es común a todos, es decir, una sustancia química, y que el fármaco vendría a paliar produciendo ese plus, corrigiendo el déficit supuesto. El problema queda reducido a una cuestión cuantitativa, de orden químico, que es común a todos. El resultado, cuando este abordaje se generaliza también a diversos transtornos, es un modo de pensar la clínica organizada fundamentalmente por el fármaco. Kramer señala muy bien que se puede llegar así a establecer un diagnóstico del siguiente modo: "No se muy bien de qué trataba, pero si el paciente respondió bien a un antidepresivo entonces era un deprimido".

Jacques-Alain Millar señala cómo una clínica se construye en función del elemento que se pone en juego, y la organiza. La clínica farmacológica trata de estudiar los fenómenos en función de cómo se reorganizan por la incidencia, por la presencia de un fármaco. Es el objeto fármaco lo que permitirá organizar los fenómenos. Es por eso que pierden cada vez más interés las entidades clínicas como la histeria y se entroniza a la depresión. Se definen los trastornos por su respuesta a un medicamento. Por el contrario, la clínica psicoanalítica –como destaca J-A. Miller- se organiza en función de la introducción en el campo de otro tipo de objeto, que es el analista mismo. Es una clínica en transferencia. Y lo que tomamos en cuenta es cómo se organizan esos síntomas en la transferencia en la relación que cada sujeto, caso por caso, establece con el objeto analista.

Esto no quiere decir que tenemos que hacer una dicotomía absoluta entre la utilización de los medicamentos y la experiencia analítica. Tal como lo demuestra la clínica de la psicosis a veces son muy necesarios, pero el problema es en torno a qué objeto se organiza el campo de los fenómenos. Cuando ese lugar es ocupado exclusivamente por el fármaco hay un empuje a tratar de pensar muchos de los problemas psicopatológicos a partir de los trastornos del humor. La razón es que la eficacia de la sustancia química suele manifestarse en ese terreno de manera más marcada.

¿Cómo pensar entonces la depresión desde el psicoanálisis? Para los psicoanalistas no es una entidad clínica, no constituye un campo homogéneo; por lo tanto un primer paso es abordarla por los dichos de un sujeto. El psicoanálisis no rechaza a quien se manifiesta o dice estar deprimido, pero se tratará de ubicar ese fenómeno en la estructura y en la particularidad de ese sujeto. No lo reducimos a un mero problema del humor o de lo afectivo; suponemos que es posible que eso remita a otra cosa. Podríamos decir que ese es un paso inaugural del psicoanálisis mismo: suponer que eso remite a otra cosa y que, a su vez, para ser despejada es necesario que el sujeto hable.

La perspectiva freudiana, con relación a los afectos, ha sido siempre muy clara. Freud ha sostenido, muy claramente, que los afectos siempre llevan algo engañoso. La idea del inconsciente se funda en la idea de la represión, la cual implica una suerte de ruptura en el lazo de una representación con un afecto. Esto producía –por ejemplo, lo que Freud llamaba un "falso enlace": la ligazón del afecto con una representación que sustituye a la reprimida. Por lo tanto cuando un sujeto atribuye un afecto a una determinada representación esto siempre presente algo del orden de lo engañoso. Es necesario por lo tanto -como decía Lacan- verificar el afecto. Verificar el afecto lleva a interrogarnos sobre qué cosa dice ese afecto más allá de lo que el sujeto pueda en primera instancia señalar. El único afecto que para el psicoanálisis no engaña es la angustia. Ella no miente porque, justamente, es el único afecto que no se liga con una representación.

¿Qué referencias encontramos en Freud sobre la depresión? Son pocas pero muy interesantes. En los Estudios sobre la histeria señalaba que en el neurótico muy pocas veces falta "un rasgo de depresión y expectación angustiosa". También ubicó en la histeria casos en los que hay un escaso montante de conversión lo cual implica que una parte del afecto concomitante perdura en la consciencia "como estado de ánimo, lo cual puede dar lugar al síntoma psíquico de depresión".

En otro de sus primeros trabajos afirmaba que "En las neurosis... existe, primariamente, una tendencia a la depresión anímica y a la disminución de la consciencia del propio yo, tal y como la encontramos, a título de síntoma aislado y altamente desarrollado, en la melancolía".

En el primer capítulo de Inhibición, síntoma y angustia, dedicado a la cuestión de la inhibición, Freud se interroga por el estado depresivo y lo liga con lo que denomina "inhibición generalizada". Esta se produce –afirma allí- cuando el sujeto es requerido "a una tarea psíquica particularmente gravosa" como un duelo, una enorme sofocación de los afectos o la necesidad de sofrenar la insistencia de ciertas fantasías sexuales. La energía disponible se empobrece debido a su convergencia en la "tarea" que la solicita de manera tan excluyente. Así da el ejemplo de un obsesivo que "caía en una fatiga paralizante, de uno a varios días, a raíz de ocasiones que habrían debido provocarle, evidentemente, un estallido de ira". Es un modo de decir que la inhibición generalizada es el costo de sofocar la ira para ese sujeto obsesivo. Es, tal vez, otro modo de "verificar" el estado depresivo en la neurosis.

Ya en "Duelo y melancolía" destacaba que la pérdida de interés por el mundo exterior era una inhibición debida a la entrega incondicional del sujeto al duelo. Precisamente el trabajo del duelo implica quitar la libido de sus enlaces con el objeto perdido que, sin embargo, "continúa en lo psíquico". También en dicho texto sitúa una "depresión de cuño obsesivo" como consecuencia del duelo patológico que se produce cuando el conflicto de ambivalencia no permite la sustracción libidinal del objeto y el duelo queda detenido en los autoreproches: "que uno mismo es el culpable –afirma Freud- de la pérdida del objeto de amor, vale decir, que la quiso".

Encontramos así una serie freudiana de los modos en que se declina la depresión en la neurosis: su relación con el rasgo de depresión, la histeria con escaso montante de conversión, el duelo patológico y la inhibición generalizada.

Ahora bien, ¿qué podemos encontrar en los dichos mismos de un sujeto que dice estar deprimido, que dice no tener ganas de nada? El interés del psicoanálisis está más en lo que el sujeto dice que en categorizar un estado. Un sujeto, en sus dichos,  puede destacar: estar sin fuerzas, no dar más, no encontrarle sentido a las cosas, no tener coraje; o puede utilizar toda una serie de metáforas corporales que se introducen para definir ese estado: estar parado, estar detenido, estar inmovilizado, haber bajado los brazos, la sensación de vacuidad, de inercia. Todas estas palabras que se utilizan para describir ese estado indican que hay algo del orden de un impasse en aquello que causa el movimiento de un sujeto, que es la causa de su deseo.

Para el psicoanálisis, lo que mueve a un sujeto hay que ubicarlo al nivel del deseo. Por lo tanto la suspensión de aquello que causa el deseo produce un cierto abandono del sujeto; abandono de sus actividades, abandono de sus intereses, pero también abandono con respecto al decir. En el momento en que un sujeto puede empezar a hablar de aquello que le ocurre, empieza a generar algo que concierne al deseo, empieza a generar un movimiento en esa dirección sostenido por el objeto analista. Es decir, que el psicoanálisis es un dispositivo que aborda al sujeto a través de la palabra bajo transferencia, que el psicoanálisis introduce cierta interrogación en torno al deseo. Es así que en ese sentido tenemos que pensar que a diferencia del abordaje del los fármacos, que tratan de responder al problema cuantitativamente como un trastorno del estado de ánimo, el dispositivo analítico introduce en relación a la depresión un "hay algo que decir". Un "hay que decir" que concierne al sujeto en su particularidad, ya no en sus funciones químicas, ya no en una perspectiva universalista sino en su relación a la particularidad. Hay en juego algo que debe ser dicho de su relación al goce y el deseo, que si bien presenta un costado que escapa a la palabra, sólo a partir de ésta puede situarse. Debido a esto Lacan plantea que la ética del psicoanálisis es una ética del bien decir. "Bien decir", que no lo es en el sentido de la retórica o del decir bello, sino que se trata de decir aquello en lo que el sujeto está concernido en ese punto de impasse que causa lo que lo aflige. Aquí vemos el valor de los escritos que ubicaban a la tristeza como un pecado, como una falta moral. Para nosotros también lo es, pero con relación a la ética del bien decir que lleva al sujeto a situarse en la estructura, a reencontrarse en el inconsciente.

En este aspecto, entonces, para el psicoanálisis, un analizante es alguien que quiere saber, que no quiere simplemente ver allanado su estado de ánimo, su pesadumbre sino que se puede abrir a una interrogación, a un querer saber sobre eso, querer saber sobre la causa de lo que le sucede. La depresión, en la clínica de las neurosis, se destaca fundamentalmente por indicar una suspensión de la causa del deseo debido a que se pone en juego una recuperación del plus de goce que se paga con ceder en el deseo. Esta es una de las dos posibilidades destacadas por P. Skriabine en un excelente trabajo sobre la depresión. Estas dos vertientes están ubicadas en función de los dos términos que componen el matema del fantasma: el sujeto y el objeto.

Esto se puede relacionar, sin forzar mucho las cosas, con lo que señalaba respecto al abordaje del duelo en Freud: la libido debería desinvestir el objeto para cancelar la inhibición. La libido que inviste al objeto en el fantasma se puede pensar como el plus de goce, es ese objeto "conservado en lo psíquico" del cual el sujeto debe separarse para que se relance la causa del deseo. Es el goce que hay que hacer pasar por la ética del bien decir.

La otra posibilidad es cuando el sujeto se ve destituido de su posición imaginaria, pierde el brillo fálico y encontrándose despreciado se desprecia, se hace él mismo desecho. Esta destitución puede relacionarse con los modos de fracaso de la estrategia en que, por ejemplo, la histérica sostiene el deseo del Otro en la insatisfacción o en que el obsesivo responde a la demanda del Otro. Son posibilidades distintas de ubicar entonces la depresión en la clínica de las neurosis y que muestran que aún dentro de ese campo puede tener lógicas distintas que es importante situar en la estructura y en la particularidad de cada caso.

Algunas cuestiones que Freud ha señalado con respecto a la cura, pueden ser aplicadas a la depresión. En ese sentido me parece que su posición siempre fue diferente de las psicoterapias que buscan cierto tipo de adaptación o de ideal con respecto a los estados de ánimos. Freud señaló –es algo que tiene un valor conceptual y ético fuerte- que sobre lo que va a operar un psicoanálisis es sobre lo que él llamó –muy al principio de su obra- la "miseria neurótica". Quizás, podríamos decir que una de las formas que adopta hoy la "miseria neurótica" es la de la depresión.

Ahora bien, la referencia se completa cuando Freud –dirigiéndose a una supuesta paciente- dice: "Ud. se convencerá de que es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio ordinario. Con una vida anímica restablecida usted podrá defenderse mejor de este último". El infortunio ordinario no parece una gran cosa frente a las promesas de las psicoterapias y las panaceas de los medicamentos. Pero podemos ver allí algo en lo que Freud siempre fue muy cuidadoso en destacar: el psicoanálisis no promete la felicidad. Un psicoanalista no promete la felicidad porque a esa promesa el psicoanálisis lo denuncia como una estafa. Freud ha sido muy claro, por ejemplo en El malestar en la cultura, al preguntarse: "¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y como propósito de sus vidas? No es difícil acertar con su respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla". Y sostiene luego que tal vez la dicha no haya sido incluida en los planes de la creación. La felicidad no es algo dado al hombre, no es algo absoluto, algo que se pueda sostener. A lo sumo, dice, podemos disfrutar con la intensidad del contraste. O sea que para Freud la felicidad no es un estado en el que se pueda estar, en el que se pueda instalar un sujeto. Y justamente por eso dice que desde distintas fuentes al ser humano lo amenaza el dolor y el infortunio. Lacan fue más lejos aún al señalar –paradójicamente- que si hay alguna felicidad es la que el sujeto encuentra en la satisfacción que habita en su sufrimiento mismo.

Entonces la idea de Freud no es que un sujeto podría vivir sin ningún tipo de pena, de dolor, sino justamente cómo enfrentar ese dolor de la existencia humana de otra manera que con la miseria neurótica. Porque la miseria neurótica ya es una respuesta a lo que hay de doloroso en la existencia humana. Esa es la propuesta freudiana. Y de lo que se trata en todo caso, para él, es cómo esa miseria lleva, por ejemplo, a "la incapacidad duradera para la existencia". Cómo el neurótico puede llegar a estar  inhibido en su actuar, puede permanecer alejado de la posibilidad del acto. Es así que lo que él entiende por cura psicoanalítica no es la terapéutica en el sentido de una vuelta a un estado anterior. Una de las definiciones que da Lacan de la operación terapéutica es la de volver a un estado anterior, es decir, suponer que, como se puede pensar a veces en medicina, había un estado de salud que fue perturbado y se trata entonces de volver al estado anterior de la irrupción de ese proceso patológico.

Freud dice –hacia el final de su obra- que quizás la diferencia entre un sujeto analizado y uno no analizado no es esa vuelta a un estado anterior sino la producción de un estado inédito en el sujeto. Producir algo que lo lleve a enfrentar la fuente de su sufrimiento, de dolor, de otra manera, de una manera más digna. Más digno con lo verdadero, no entendido con una verdad universal sino como la que interroga a cada sujeto en su propia existencia. Afirma, a su vez, que la eliminación de los síntomas patológicos no se persigue como meta principal sino que se obtiene, digamos, como una ganancia colateral. El valor ético de un psicoanálisis no se reduce a un efecto terapéutico, el cual sin embargo está incluido dentro de una transmutación más amplia. El analista tampoco pretende modificar al analizante según "los ideales personales sino que procura despertar la iniciativa del analizado". Y esto alude a esa posición distinta con respecto al deseo. Porque justamente, podríamos decir, la miseria neurótica, que es casi una terapia espontánea que hace el neurótico con lo que le pasa, es un modo de tratar esas fuentes de malestar bajo la forma de que hay un Otro que podría responder por él. Esto es, que la neurosis es la enfermedad de sostener al Otro, aquel que podría venir a darle sentido, del cual se podría esperar que repare esa falla en la existencia. Constituye una religión privada. Es por eso que el neurótico espera, y espera a veces toda la vida, lo cual puede llegar a ser –en algunos casos- muy deprimente.

Lo que descubre un análisis en ese sentido es que justamente el deprimido tiene en parte razón cuando afirma que nada tiene sentido. Es decir, ese sentido que pensábamos que estaba en las cosas es de lo más vacuo, de lo más evanescente y frágil. Que en todo caso si las cosas pueden tener un valor para alguien es debido a cómo él se sitúa en relación con su deseo, pero no porque las cosas tengan un sentido ya dado o sostenido en el Otro sino en la relación que cada sujeto mantiene con la causa de su deseo. Y es en esa perspectiva que para Freud no se trata, entonces, de prometer la felicidad sino de buscar esa forma más digna en la que el sujeto puede enfrentar las fuentes de dolor e infortunio.

En El malestar en la cultura plantea diversos modos de vérselas con esas fuentes. Afirma que "la vida como nos es impuesta resulta gravosa, nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla no podemos prescindir de calmantes. Los hay de tres clases: poderosas distracciones que nos hagan valuar en poco nuestras miserias, satisfacciones sustitutivas que las reduzcan, sustancias embriagadoras". Dentro de las sustancias embriagadoras podemos ubicar hoy también a cierto uso de los medicamentos y los distintos tipos de drogas. Pero lo interesante de estas diversas formas, ya sea la distracción, la satisfacción sustitutiva o las sustancias embriagadoras, es que son tres modos en que el sujeto no sabe nada, se queda sin saber nada de cómo es concernido por eso que le pasa. 

Lo que Freud descubre es cómo estas maneras de no querer saber tienen diversos costos para un sujeto, que justamente el interrogarse sobre este punto no es una especie de perspectiva intelectualista sino que tiene una consecuencia concreta sobre como cada uno se ubica frente a lo que le toca vivir.  Se trata de cómo construir una respuesta distinta y no quedarse nada más que en la distracción o la embriaguez.

Jacques-Alain Miller se preguntaba una vez por cuál sería la posición ética de un analista frente a la posibilidad de un suicidio. Si por ejemplo se trata de mantener la vida, de priorizar la vida, si un psicoanalista hace de la vida un valor. En su respuesta señalaba que si un analista se opone al suicidio no es por las mismas razones que se opondría un médico, por ejemplo. Porque el modo en que se opone un médico es en función de hacer de la vida, en su sentido biológico, un valor. El deber ético de un médico es mantener la vida, no tanto cómo,  la tarea de él es mantener ese organismo vivo. En cambio si un analista se opone al suicidio es en función de otra cuestión, y lo decía quizás con un matiz irónico, "para que el psicoanálisis pueda continuar". Esto puede parecer un poco inhumano pero al contrario, es a veces mucho más inhumano sostener de cualquier manera la vida al modo médico. El valor de que el análisis pueda continuar se debe a que el suicidio –según Miller- es el triunfo de la represión. El triunfo del no querer saber más nada. Porque precisamente si hay algo que caracteriza a la represión, como rechazo del saber, es que lo que está reprimido retorna, y se hace oír. Es decir, que toda represión es fallida, y la manera última de no querer saber más nada, el triunfo del no querer saber más nada, sería el suicidio. Si algo anima al deseo del analista es el deseo de saber, de impulsar al saber, al saber sobre lo reprimido.

Hay algo en el discurso del capitalismo y la forma que adopta, lo que Freud llamaba el malestar en  la cultura,  en el momento en que nos toca vivir que es un empuje al no saber.  Se puede decir así: un empuje inusitado a no querer saber nada más. Por eso es que si un analista va en contra de la toxicomanía no es tampoco en pos de un  ideal de salud biológica o un ideal de adaptación social sino en el sentido en que la utilización de una droga puede ir en la línea de un no querer saber más nada. Lo mismo puede afirmarse con respecto a la depresión y los tratamientos puramente farmacológicos o de terapias breves que se ofertan.

La lógica del capitalismo me parece que está ligada a esto, y por eso es que vemos este tipo de fenómenos cada vez de una manera más fuerte en la clínica. Cuando Lacan interrogó qué sería esta lógica del capitalismo él lo trata de establecer en la forma de un discurso, que va a llamar "discurso del capitalismo". Es justamente porque lo que se pondría en juego es la ilusión que introduce el capitalismo de que los objetos que pueden venir a colmar nuestra falta, son asequibles en el mercado. La forma que adopta el superyó contemporáneo es un imperativo al consumo. Y se consumen estos objetos que permitirían colmar nuestra división. Lo que encontramos en esta vía es a un sujeto que corre atrás de estos objetos, que cuanto más trabaja más tiene que consumir, y cuanto más tiene que consumir más tiene que trabajar, esto es la forma del superyó moderno y la forma del malestar en la cultura que adopta. Son sujetos que cada vez más se encuentran con dificultades para establecer lazos sociales. Lo que pone el discurso del capitalismo en un primer plano es que el verdadero partenaire del sujeto no es la relación con otros sujetos sino con los objetos del mercado, haciendo que la felicidad se encarne en ellos, pero con la paradoja que cuanto más uno corre se está más insatisfecho y, por lo tanto más habría que correr. Es un circuito infernal. Esta sería la forma paradojal que toma el superyó desde esta pendiente, la cual permite ubicar las dos caras de este malestar: el estrés y la depresión. El estrés del sujeto que corre tras el señuelo y la depresión aquel que aquel que deja de correr pero al precio de ya no querer más nada.

Es por eso que me parece que el psicoanálisis es un dispositivo que en cierto punto va a contrapelo de esto, y que plantea tal vez una especie de salida al impasse de este tiempo. No se monta a este imperativo del amo moderno, de que tendríamos que tratar simplemente los estados de ánimo del sujeto para reingresarlo rápidamente al circuito sino que abre una vía distinta para este agobio de la vida moderna, para ese aplastamiento del deseo por el superyó contemporáneo. Es en ese sentido que podemos esperar algo muy importante del psicoanálisis en esta coyuntura.

El valor del psicoanálisis frente a la depresión y el extravío de nuestro tiempo es que nos conduce a otra relación con el saber a través del inconsciente, a una alegría –que sin desconocer lo real que nos concierne- nos permite construir una respuesta particular que nos separa de la miseria.


Bibliografía
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