Por Claudio Godoy (EOL)
Esta idea de la tristeza como un pecado, como una falta
moral, introduce una problemática ética. Sin embargo, no siempre fue vista como
un problema. Durante el romanticismo tenía un valor que llegaba a lindar con lo
creativo. No era bueno estar demasiado alegre. Tenía una función y representaba
un valor.
En este sentido, la idea de la depresión aparece como algo
que unifica, bajo un mismo término, fenómenos que para el psicoanálisis son de
un orden muy distinto. Esto introduce toda una serie de problemas a nivel de la
clínica. Frente a eso vemos que el avance de los medicamentos va generando una
clínica que aparece ordenada en torno a los efectos que produce el fármaco.
Así vemos que lo que se impone es una universalización. Todo
se trata de un más o un menos, de algo que nos es común a todos, es decir, una
sustancia química, y que el fármaco vendría a paliar produciendo ese plus,
corrigiendo el déficit supuesto. El problema queda reducido a una cuestión
cuantitativa, de orden químico, que es común a todos.
Para el psicoanálisis, lo que mueve a un sujeto hay que
ubicarlo al nivel del deseo. Por lo tanto la suspensión de aquello que causa el
deseo produce un cierto
abandono del sujeto; abandono de sus actividades, abandono de sus intereses,
pero también abandono con respecto al decir.
Lo que descubre un
análisis en ese sentido es que justamente el deprimido tiene en parte razón
cuando afirma que nada tiene sentido. Es
decir, ese sentido que pensábamos que estaba en las cosas es de lo más vacuo, de lo más evanescente y
frágil. Que en todo caso si las cosas pueden tener un valor para alguien es
debido a cómo él se sitúa
en relación con su deseo, pero no porque las cosas tengan un sentido ya dado o sostenido en
el Otro sino en la
relación que cada sujeto mantiene con la causa de su deseo.
El autor propone poner en tensión el término de depresión con
el de tristeza. Esta tensión permite recorrer dos épocas, la antigua y la
moderna. Las nociones se sitúan en tiempos diferentes y localizan una ética
propia en cada uno de ellos.
Claudio Godoy señala
que la amplia promoción de este concepto, el de depresión, está íntimamente
ligada al capitalismo y a la incidencia de la
ciencia moderna. La depresión se tornado un padecimiento común sin embargo, advierte, conviene
preguntarse por la
pertinencia clínica del mismo ya que la insistencia en pensar ciertos fenómenos clínicos desde la
perspectiva de la
depresión tiene una estrecha relación con el avance de los medicamentos. Este avance
introdujo un abordaje puramente farmacológico de la cuestión que reduce el fenómeno a un
estado de ánimo. Surge entonces el interrogante acerca de cómo pensar la depresión desde el
psicoanálisis. Para ello el texto se introduce de manera precisa, en los
desarrollos de Freud y de Lacan respecto del tema.
El título que propongo pone en tensión dos términos: tristeza
y depresión. En ellos podemos encontrar uno muy antiguo, el de tristeza, en el
cual podemos situar toda una serie de referencias que provienen desde la Edad Media. Esa
ha sido una época que se ha detenido mucho en considerar la tristeza. Existe,
por ejemplo, un libro llamado Estancias, editado en castellano
en 1995 –cuyo autor es Giorgio Agamben- que dedica unos capítulos a la tristeza
en la Edad Media, en tanto ha sido una preocupación de los monjes y los padres de la iglesia, y
era concebida como
un pecado. La tristia
o acedia era un azote que se desplegaba en los claustros de los monasterios en
la que el desdichado
acidioso "empieza a lamentarse de no sacar ningún goce de la vida conventual, y
suspira y gime que su espíritu no producirá fruto alguno mientras siga donde se
encuentra". Así lo afirma un documento de la época.
Había descripciones muy detalladas, que podríamos llamar "clínicas" por su
precisión, acerca de cómo embargaba la tristeza a los hombres religiosos cuando
el sol culminaba sobre el horizonte. Era conocida también por ello como el "demonio
meridiano", porque se la ubicaba en el momento del ocaso, en la soledad; y
era lo que podía llevar a que estos hombres renunciaran a su camino de reflexión,
de dedicación a Dios.
Esta idea de la
tristeza como un pecado, como una falta moral, introduce una problemática
ética., sin embargo, no siempre fue vista como un problema. Durante el romanticismo tenía un valor que llegaba a
lindar con lo creativo. No era bueno estar demasiado alegre. Tenía una
función y representaba un valor.
Podríamos decir que
estas referencias son las que quedan, de alguna manera, como puestas de costado
por el término moderno de depresión. La depresión es un término fundamentalmente moderno y que
puede ser ligado con la incidencia del capitalismo. Tal vez –como el propio G. Agamben lo señala-
vuelve a ser un pecado pero referido ahora a la ética capitalista del trabajo:
el deprimido, con su desgano, atenta contra el imperativo de producción y
rendimiento que sostiene el sistema. En la actualidad la depresión, designa la
preocupación del Amo por que todo marche. Es una palabra que en su éxito mismo
se ha tornado sumamente amplia.
Hoy es común que un
sujeto diga que está deprimido, que se presente
en nuestro consultorio diciendo: "vengo porque estoy deprimido". Es decir, que
este concepto, proveniente del campo de la psiquiatría, ha entrado en el discurso común y la
gente se describe y
se ubica con esta palabra. Y cada vez más: cuanto más se habla de
depresión, más gente se apropia del término. Toma cada vez más consistencia,
cuanta más gente se nombra de esta manera. Y este es, tal vez, uno de los
problemas que es necesario interrogar antes de abordarlo desde la perspectiva
del psicoanálisis.
Conviene preguntarse por la pertinencia clínica de este concepto; es decir, si
es algo que tiene una entidad suficiente más allá de la generalización de su
utilización.
Podemos suponer entonces que su promoción está íntimamente
ligada al capitalismo y a la incidencia de la ciencia moderna. Porque
fundamentalmente la insistencia en pensar ciertos fenómenos clínicos desde la
perspectiva de la depresión tiene una estrecha relación con el avance de los
medicamentos, del abordaje farmacológico del sufrimiento humano. En ese
sentido, en las últimas décadas, el abordaje farmacológico en la psiquiatría se
ha impuesto de una manera abrumadora relegando al olvido los aportes de la
psiquiatría clásica. Dentro de ese movimiento, ha sido muy interesante cómo irrumpieron
cierto tipo de fármacos. Uno de ellos, que ha suscitado toda una serie de
debates hacia fines de la década de los ´80s cuando fue introducido en el
mercado, es la Fluoxetina
(conocida como Prozac). Este medicamento fue saludado como una especie de
nueva panacea, como un antidepresivo de última generación que venía a ofertar
sus bondades a la masa de deprimidos. Un psiquiatra norteamericano llamado Peter Kramer llevó las
cosas aún más lejos al introducir una perspectiva que denominó psicofarmacología cosmética.
Esto tiene su importancia ya que el
planteo del que parte es que hasta ahora
la psiquiatría se había mantenido en el intento de medicar cierto tipo de
síntomas considerados clásicamente como patológicos. Pero justamente lo que él propone es
la posibilidad de que la psiquiatría diera un paso que en el campo de la
medicina ya había sido franqueado por la cirugía. Me refiero a cuando la
intervención quirúrgica dejó de apuntar meramente a la curación de una
enfermedad y pasó a apuntar también a una finalidad estética.
La cirugía estética es
la primera que ha atravesado, en el campo de la medicina, ese borde de lo
patológico a lo estético.
La propuesta de Kramer es utilizar los psicofármacos para transformar la personalidad y
tornar al individuo más competitivo, más acorde a los tiempos que corren. En síntesis: abrir el espacio de una
utilización del psicofármaco para lograr una estética de la personalidad.
Es cierto, que es este autor se formula –más allá de lo
controvertido de su propuesta- preguntas que son muy pertinentes. Se plantea
cuál sería el límite de esta utilización de los fármacos, cuál sería la
diferencia entre este uso de las sustancias químicas y el uso de las drogas
–que llama "callejeras" para diferenciarlas- por parte de un
toxicómano. La respuesta
que él introduce es que la utilización del fármaco es legítima porque puede
tornar a un sujeto más apto para la lógica productiva y competitiva, mientras
que las drogas podrían venir a paliar un malestar pero produciendo en el sujeto
una suerte de ensimismamiento, de ruptura del lazo con el Otro. Es decir
que la diferencia para él está en que en el primer caso favorece la adaptación
y el enganche con el Otro social, y en el segundo produce una ruptura. Kramer sostiene, a su vez, que
es preferible hablar de psicofarmacología cosmética en vez de ocultar la
prescripción medicamentosa bajo máscaras como la de diagnosticar una
"depresión encubierta". Es una especie de sinceramiento que propone a
la psiquiatría moderna.
En este sentido, la idea de la depresión aparece como algo
que unifica, bajo un mismo término, fenómenos que para el psicoanálisis son de
un orden muy distinto. Esto introduce toda una serie de problemas a nivel de la
clínica. Frente a eso vemos que el avance de los medicamentos va generando una
clínica que aparece ordenada en torno a los efectos que produce el fármaco.
Esta perspectiva la encontramos claramente en lo que es la
lógica de los DSM, los manuales diagnósticos de la Asociación Psiquiátrica
Norteamericana; aunque ellos la nieguen. Encontramos allí que van
desapareciendo ciertas entidades clínicas que son centrales para el
psicoanálisis, como por ejemplo la histeria. También en el campo de la psicosis
se asistió a la entronización de la esquizofrenia y de un cierto olvido de la
paranoia. Se ve, a su vez, la relativización y el desconcierto en el campo de
las perversiones. Y en ese sentido la depresión forma una categoría cada vez más
amplia que subsume toda una serie de fenómenos que para el psicoanálisis es
necesario diferenciar. Para un analista es importante distinguir, cuando un
sujeto dice estar deprimido, si esto corresponde a algo del orden de un
fenómeno neurótico, a un momento particular en la neurosis; o si esto
corresponde, por ejemplo, a algo del orden de un desencadenamiento de tipo
psicótico, o si se trata de un cierto tipo de impasse en una perversión.
Justamente, el concepto de depresión tiende a diluir estos
límites, permite borrar estos bordes que son fundamentales de distinguir, en el
campo del psicoanálisis, con respecto a la estructura. Y los diluye porque
justamente introduce algo meramente cuantitativo del orden de un
"más" o un "menos" en un estado de ánimo, lo cual puede
ocultar que no es algo homogéneo.
Es en ese punto que el abordaje puramente farmacológico de la
depresión deja de lado la cuestión del sujeto; porque reduce el problema a un
estado de ánimo que responde desde la perspectiva de la ciencia a un problema
químico. Debido a esto es que los planteos antiguos sobre la tristeza pueden
resultarnos más fecundos, ya que introducen una dimensión ética que aquí
resulta absolutamente soslayada. Así, por ejemplo, la Fluoxetina, que es un
medicamento que interviene a nivel intersináptico en la recaptación de la
serotonina, se sostiene en la idea de que un sujeto está deprimido cuando tiene
un nivel bajo de serotonina. A lo que apunta el fármaco, por lo tanto, es a
crear un mayor nivel de ella, lo cual llevaría a un cambio en el estado de
ánimo.
Así vemos que lo que se impone es una universalización. Todo
se trata de un más o un menos, de algo que nos es común a todos, es decir, una
sustancia química, y que el fármaco vendría a paliar produciendo ese plus, corrigiendo
el déficit supuesto. El problema queda reducido a una cuestión cuantitativa, de
orden químico, que es común a todos. El resultado, cuando este abordaje se
generaliza también a diversos transtornos, es un modo de pensar la clínica
organizada fundamentalmente por el fármaco. Kramer señala muy bien que se puede
llegar así a establecer un diagnóstico del siguiente modo: "No se muy bien
de qué trataba, pero si el paciente respondió bien a un antidepresivo entonces
era un deprimido".
Jacques-Alain Millar señala cómo una clínica se construye en
función del elemento que se pone en juego, y la organiza. La clínica
farmacológica trata de estudiar los fenómenos en función de cómo se reorganizan
por la incidencia, por la presencia de un fármaco. Es el objeto fármaco lo que
permitirá organizar los fenómenos. Es por eso que pierden cada vez más interés
las entidades clínicas como la histeria y se entroniza a la depresión. Se
definen los trastornos por su respuesta a un medicamento. Por el contrario, la
clínica psicoanalítica –como destaca J-A. Miller- se organiza en función de la
introducción en el campo de otro tipo de objeto, que es el analista mismo. Es
una clínica en transferencia. Y lo que tomamos en cuenta es cómo se organizan
esos síntomas en la transferencia en la relación que cada sujeto, caso por
caso, establece con el objeto analista.
Esto no quiere decir que tenemos que hacer una dicotomía
absoluta entre la utilización de los medicamentos y la experiencia analítica.
Tal como lo demuestra la clínica de la psicosis a veces son muy necesarios,
pero el problema es en torno a qué objeto se organiza el campo de los
fenómenos. Cuando ese lugar es ocupado exclusivamente por el fármaco hay un
empuje a tratar de pensar muchos de los problemas psicopatológicos a partir de
los trastornos del humor. La razón es que la eficacia de la sustancia química
suele manifestarse en ese terreno de manera más marcada.
¿Cómo pensar entonces la depresión desde el psicoanálisis?
Para los psicoanalistas no es una entidad clínica, no constituye un campo
homogéneo; por lo tanto un primer paso es abordarla por los dichos de un
sujeto. El psicoanálisis no rechaza a quien se manifiesta o dice estar
deprimido, pero se tratará de ubicar ese fenómeno en la estructura y en la
particularidad de ese sujeto. No lo reducimos a un mero problema del humor o de
lo afectivo; suponemos que es posible que eso remita a otra cosa. Podríamos
decir que ese es un paso inaugural del psicoanálisis mismo: suponer que eso
remite a otra cosa y que, a su vez, para ser despejada es necesario que el
sujeto hable.
La perspectiva freudiana, con relación a los afectos, ha sido
siempre muy clara. Freud ha sostenido, muy claramente, que los afectos siempre
llevan algo engañoso. La idea del inconsciente se funda en la idea de la
represión, la cual implica una suerte de ruptura en el lazo de una
representación con un afecto. Esto producía –por ejemplo, lo que Freud llamaba
un "falso enlace": la ligazón del afecto con una representación que
sustituye a la reprimida. Por lo tanto cuando un sujeto atribuye un afecto a
una determinada representación esto siempre presente algo del orden de lo
engañoso. Es necesario por lo tanto -como decía Lacan- verificar el afecto.
Verificar el afecto lleva a interrogarnos sobre qué cosa dice ese afecto más
allá de lo que el sujeto pueda en primera instancia señalar. El único afecto
que para el psicoanálisis no engaña es la angustia. Ella no miente porque,
justamente, es el único afecto que no se liga con una representación.
¿Qué referencias encontramos en Freud sobre la depresión? Son
pocas pero muy interesantes. En los Estudios sobre la histeria señalaba que en
el neurótico muy pocas veces falta "un rasgo de depresión y expectación
angustiosa". También ubicó en la histeria casos en los que hay un escaso
montante de conversión lo cual implica que una parte del afecto concomitante
perdura en la consciencia "como estado de ánimo, lo cual puede dar lugar
al síntoma psíquico de depresión".
En otro de sus primeros trabajos afirmaba que "En las
neurosis... existe, primariamente, una tendencia a la depresión anímica y a la
disminución de la consciencia del propio yo, tal y como la encontramos, a
título de síntoma aislado y altamente desarrollado, en la melancolía".
En el primer capítulo de Inhibición, síntoma y angustia,
dedicado a la cuestión de la inhibición, Freud se interroga por el estado
depresivo y lo liga con lo que denomina "inhibición generalizada".
Esta se produce –afirma allí- cuando el sujeto es requerido "a una tarea
psíquica particularmente gravosa" como un duelo, una enorme sofocación de
los afectos o la necesidad de sofrenar la insistencia de ciertas fantasías
sexuales. La energía disponible se empobrece debido a su convergencia en la
"tarea" que la solicita de manera tan excluyente. Así da el ejemplo
de un obsesivo que "caía en una fatiga paralizante, de uno a varios días,
a raíz de ocasiones que habrían debido provocarle, evidentemente, un estallido
de ira". Es un modo de decir que la inhibición generalizada es el costo de
sofocar la ira para ese sujeto obsesivo. Es, tal vez, otro modo de
"verificar" el estado depresivo en la neurosis.
Ya en "Duelo y melancolía" destacaba que la pérdida
de interés por el mundo exterior era una inhibición debida a la entrega
incondicional del sujeto al duelo. Precisamente el trabajo del duelo implica
quitar la libido de sus enlaces con el objeto perdido que, sin embargo,
"continúa en lo psíquico". También en dicho texto sitúa una
"depresión de cuño obsesivo" como consecuencia del duelo patológico
que se produce cuando el conflicto de ambivalencia no permite la sustracción
libidinal del objeto y el duelo queda detenido en los autoreproches: "que
uno mismo es el culpable –afirma Freud- de la pérdida del objeto de amor, vale
decir, que la quiso".
Encontramos así una serie freudiana de los modos en que se
declina la depresión en la neurosis: su relación con el rasgo de depresión, la
histeria con escaso montante de conversión, el duelo patológico y la inhibición
generalizada.
Ahora bien, ¿qué podemos encontrar en los dichos mismos de un
sujeto que dice estar deprimido, que dice no tener ganas de nada? El interés
del psicoanálisis está más en lo que el sujeto dice que en categorizar un
estado. Un sujeto, en sus dichos, puede
destacar: estar sin fuerzas, no dar más, no encontrarle sentido a las cosas, no
tener coraje; o puede utilizar toda una serie de metáforas corporales que se
introducen para definir ese estado: estar parado, estar detenido, estar
inmovilizado, haber bajado los brazos, la sensación de vacuidad, de inercia.
Todas estas palabras que se utilizan para describir ese estado indican que hay
algo del orden de un impasse en aquello que causa el movimiento de un sujeto,
que es la causa de su deseo.
Para el psicoanálisis, lo que mueve a un sujeto hay que
ubicarlo al nivel del deseo. Por lo tanto la suspensión de aquello que causa el
deseo produce un cierto abandono del sujeto; abandono de sus actividades,
abandono de sus intereses, pero también abandono con respecto al decir. En el
momento en que un sujeto puede empezar a hablar de aquello que le ocurre,
empieza a generar algo que concierne al deseo, empieza a generar un movimiento
en esa dirección sostenido por el objeto analista. Es decir, que el
psicoanálisis es un dispositivo que aborda al sujeto a través de la palabra
bajo transferencia, que el psicoanálisis introduce cierta interrogación en
torno al deseo. Es así que en ese sentido tenemos que pensar que a diferencia
del abordaje del los fármacos, que tratan de responder al problema cuantitativamente
como un trastorno del estado de ánimo, el dispositivo analítico introduce en
relación a la depresión un "hay algo que decir". Un "hay que
decir" que concierne al sujeto en su particularidad, ya no en sus
funciones químicas, ya no en una perspectiva universalista sino en su relación
a la particularidad. Hay en juego algo que debe ser dicho de su relación al
goce y el deseo, que si bien presenta un costado que escapa a la palabra, sólo
a partir de ésta puede situarse. Debido a esto Lacan plantea que la ética del
psicoanálisis es una ética del bien decir. "Bien decir", que no lo es
en el sentido de la retórica o del decir bello, sino que se trata de decir
aquello en lo que el sujeto está concernido en ese punto de impasse que causa
lo que lo aflige. Aquí vemos el valor de los escritos que ubicaban a la
tristeza como un pecado, como una falta moral. Para nosotros también lo es,
pero con relación a la ética del bien decir que lleva al sujeto a situarse en
la estructura, a reencontrarse en el inconsciente.
En este aspecto, entonces, para el psicoanálisis, un
analizante es alguien que quiere saber, que no quiere simplemente ver allanado
su estado de ánimo, su pesadumbre sino que se puede abrir a una interrogación,
a un querer saber sobre eso, querer saber sobre la causa de lo que le sucede.
La depresión, en la clínica de las neurosis, se destaca fundamentalmente por
indicar una suspensión de la causa del deseo debido a que se pone en juego una
recuperación del plus de goce que se paga con ceder en el deseo. Esta es una de
las dos posibilidades destacadas por P. Skriabine en un excelente trabajo sobre
la depresión. Estas dos vertientes están ubicadas en función de los dos
términos que componen el matema del fantasma: el sujeto y el objeto.
Esto se puede relacionar, sin forzar mucho las cosas, con lo
que señalaba respecto al abordaje del duelo en Freud: la libido debería
desinvestir el objeto para cancelar la inhibición. La libido que inviste al
objeto en el fantasma se puede pensar como el plus de goce, es ese objeto
"conservado en lo psíquico" del cual el sujeto debe separarse para
que se relance la causa del deseo. Es el goce que hay que hacer pasar por la
ética del bien decir.
La otra posibilidad es cuando el sujeto se ve destituido de
su posición imaginaria, pierde el brillo fálico y encontrándose despreciado se
desprecia, se hace él mismo desecho. Esta destitución puede relacionarse con
los modos de fracaso de la estrategia en que, por ejemplo, la histérica
sostiene el deseo del Otro en la insatisfacción o en que el obsesivo responde a
la demanda del Otro. Son posibilidades distintas de ubicar entonces la
depresión en la clínica de las neurosis y que muestran que aún dentro de ese
campo puede tener lógicas distintas que es importante situar en la estructura y
en la particularidad de cada caso.
Algunas cuestiones que Freud ha señalado con respecto a la
cura, pueden ser aplicadas a la depresión. En ese sentido me parece que su
posición siempre fue diferente de las psicoterapias que buscan cierto tipo de
adaptación o de ideal con respecto a los estados de ánimos. Freud señaló –es
algo que tiene un valor conceptual y ético fuerte- que sobre lo que va a operar
un psicoanálisis es sobre lo que él llamó –muy al principio de su obra- la
"miseria neurótica". Quizás, podríamos decir que una de las formas
que adopta hoy la "miseria neurótica" es la de la depresión.
Ahora bien, la referencia se completa cuando Freud
–dirigiéndose a una supuesta paciente- dice: "Ud. se convencerá de que es
grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio
ordinario. Con una vida anímica restablecida usted podrá defenderse mejor de
este último". El infortunio ordinario no parece una gran cosa frente a las
promesas de las psicoterapias y las panaceas de los medicamentos. Pero podemos
ver allí algo en lo que Freud siempre fue muy cuidadoso en destacar: el
psicoanálisis no promete la felicidad. Un psicoanalista no promete la felicidad
porque a esa promesa el psicoanálisis lo denuncia como una estafa. Freud ha
sido muy claro, por ejemplo en El malestar en la cultura, al preguntarse:
"¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta,
como fin y como propósito de sus vidas? No es difícil acertar con su respuesta:
quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla". Y
sostiene luego que tal vez la dicha no haya sido incluida en los planes de la
creación. La felicidad no es algo dado al hombre, no es algo absoluto, algo que
se pueda sostener. A lo sumo, dice, podemos disfrutar con la intensidad del
contraste. O sea que para Freud la felicidad no es un estado en el que se pueda
estar, en el que se pueda instalar un sujeto. Y justamente por eso dice que
desde distintas fuentes al ser humano lo amenaza el dolor y el infortunio.
Lacan fue más lejos aún al señalar –paradójicamente- que si hay alguna
felicidad es la que el sujeto encuentra en la satisfacción que habita en su
sufrimiento mismo.
Entonces la idea de Freud no es que un sujeto podría vivir
sin ningún tipo de pena, de dolor, sino justamente cómo enfrentar ese dolor de
la existencia humana de otra manera que con la miseria neurótica. Porque la
miseria neurótica ya es una respuesta a lo que hay de doloroso en la existencia
humana. Esa es la propuesta freudiana. Y de lo que se trata en todo caso, para
él, es cómo esa miseria lleva, por ejemplo, a "la incapacidad duradera
para la existencia". Cómo el neurótico puede llegar a estar inhibido en su actuar, puede permanecer
alejado de la posibilidad del acto. Es así que lo que él entiende por cura
psicoanalítica no es la terapéutica en el sentido de una vuelta a un estado
anterior. Una de las definiciones que da Lacan de la operación terapéutica es
la de volver a un estado anterior, es decir, suponer que, como se puede pensar
a veces en medicina, había un estado de salud que fue perturbado y se trata
entonces de volver al estado anterior de la irrupción de ese proceso
patológico.
Freud dice –hacia el final de su obra- que quizás la
diferencia entre un sujeto analizado y uno no analizado no es esa vuelta a un
estado anterior sino la producción de un estado inédito en el sujeto. Producir
algo que lo lleve a enfrentar la fuente de su sufrimiento, de dolor, de otra
manera, de una manera más digna. Más digno con lo verdadero, no entendido con
una verdad universal sino como la que interroga a cada sujeto en su propia
existencia. Afirma, a su vez, que la eliminación de los síntomas patológicos no
se persigue como meta principal sino que se obtiene, digamos, como una ganancia
colateral. El valor ético de un psicoanálisis no se reduce a un efecto
terapéutico, el cual sin embargo está incluido dentro de una transmutación más
amplia. El analista tampoco pretende modificar al analizante según "los
ideales personales sino que procura despertar la iniciativa del
analizado". Y esto alude a esa posición distinta con respecto al deseo.
Porque justamente, podríamos decir, la miseria neurótica, que es casi una
terapia espontánea que hace el neurótico con lo que le pasa, es un modo de
tratar esas fuentes de malestar bajo la forma de que hay un Otro que podría
responder por él. Esto es, que la neurosis es la enfermedad de sostener al
Otro, aquel que podría venir a darle sentido, del cual se podría esperar que
repare esa falla en la existencia. Constituye una religión privada. Es por eso
que el neurótico espera, y espera a veces toda la vida, lo cual puede llegar a
ser –en algunos casos- muy deprimente.
Lo que descubre un análisis en ese sentido es que justamente
el deprimido tiene en parte razón cuando afirma que nada tiene sentido. Es
decir, ese sentido que pensábamos que estaba en las cosas es de lo más vacuo,
de lo más evanescente y frágil. Que en todo caso si las cosas pueden tener un
valor para alguien es debido a cómo él se sitúa en relación con su deseo, pero
no porque las cosas tengan un sentido ya dado o sostenido en el Otro sino en la
relación que cada sujeto mantiene con la causa de su deseo. Y es en esa
perspectiva que para Freud no se trata, entonces, de prometer la felicidad sino
de buscar esa forma más digna en la que el sujeto puede enfrentar las fuentes
de dolor e infortunio.
En El malestar en la cultura plantea diversos modos de
vérselas con esas fuentes. Afirma que "la vida como nos es impuesta
resulta gravosa, nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para
soportarla no podemos prescindir de calmantes. Los hay de tres clases:
poderosas distracciones que nos hagan valuar en poco nuestras miserias,
satisfacciones sustitutivas que las reduzcan, sustancias embriagadoras".
Dentro de las sustancias embriagadoras podemos ubicar hoy también a cierto uso
de los medicamentos y los distintos tipos de drogas. Pero lo interesante de
estas diversas formas, ya sea la distracción, la satisfacción sustitutiva o las
sustancias embriagadoras, es que son tres modos en que el sujeto no sabe nada,
se queda sin saber nada de cómo es concernido por eso que le pasa.
Lo que Freud descubre es cómo estas maneras de no querer
saber tienen diversos costos para un sujeto, que justamente el interrogarse
sobre este punto no es una especie de perspectiva intelectualista sino que
tiene una consecuencia concreta sobre como cada uno se ubica frente a lo que le
toca vivir. Se trata de cómo construir
una respuesta distinta y no quedarse nada más que en la distracción o la embriaguez.
Jacques-Alain Miller se preguntaba una vez por cuál sería la
posición ética de un analista frente a la posibilidad de un suicidio. Si por
ejemplo se trata de mantener la vida, de priorizar la vida, si un psicoanalista
hace de la vida un valor. En su respuesta señalaba que si un analista se opone
al suicidio no es por las mismas razones que se opondría un médico, por
ejemplo. Porque el modo en que se opone un médico es en función de hacer de la
vida, en su sentido biológico, un valor. El deber ético de un médico es
mantener la vida, no tanto cómo, la
tarea de él es mantener ese organismo vivo. En cambio si un analista se opone
al suicidio es en función de otra cuestión, y lo decía quizás con un matiz
irónico, "para que el psicoanálisis pueda continuar". Esto puede
parecer un poco inhumano pero al contrario, es a veces mucho más inhumano
sostener de cualquier manera la vida al modo médico. El valor de que el
análisis pueda continuar se debe a que el suicidio –según Miller- es el triunfo
de la represión. El triunfo del no querer saber más nada. Porque precisamente
si hay algo que caracteriza a la represión, como rechazo del saber, es que lo
que está reprimido retorna, y se hace oír. Es decir, que toda represión es
fallida, y la manera última de no querer saber más nada, el triunfo del no
querer saber más nada, sería el suicidio. Si algo anima al deseo del analista
es el deseo de saber, de impulsar al saber, al saber sobre lo reprimido.
Hay algo en el discurso del capitalismo y la forma que
adopta, lo que Freud llamaba el malestar en
la cultura, en el momento en que
nos toca vivir que es un empuje al no saber.
Se puede decir así: un empuje inusitado a no querer saber nada más. Por
eso es que si un analista va en contra de la toxicomanía no es tampoco en pos
de un ideal de salud biológica o un
ideal de adaptación social sino en el sentido en que la utilización de una
droga puede ir en la línea de un no querer saber más nada. Lo mismo puede
afirmarse con respecto a la depresión y los tratamientos puramente
farmacológicos o de terapias breves que se ofertan.
La lógica del capitalismo me parece que está ligada a esto, y
por eso es que vemos este tipo de fenómenos cada vez de una manera más fuerte
en la clínica. Cuando Lacan interrogó qué sería esta lógica del capitalismo él
lo trata de establecer en la forma de un discurso, que va a llamar
"discurso del capitalismo". Es justamente porque lo que se pondría en
juego es la ilusión que introduce el capitalismo de que los objetos que pueden
venir a colmar nuestra falta, son asequibles en el mercado. La forma que adopta
el superyó contemporáneo es un imperativo al consumo. Y se consumen estos
objetos que permitirían colmar nuestra división. Lo que encontramos en esta vía
es a un sujeto que corre atrás de estos objetos, que cuanto más trabaja más
tiene que consumir, y cuanto más tiene que consumir más tiene que trabajar,
esto es la forma del superyó moderno y la forma del malestar en la cultura que
adopta. Son sujetos que cada vez más se encuentran con dificultades para
establecer lazos sociales. Lo que pone el discurso del capitalismo en un primer
plano es que el verdadero partenaire del sujeto no es la relación con otros
sujetos sino con los objetos del mercado, haciendo que la felicidad se encarne
en ellos, pero con la paradoja que cuanto más uno corre se está más insatisfecho
y, por lo tanto más habría que correr. Es un circuito infernal. Esta sería la
forma paradojal que toma el superyó desde esta pendiente, la cual permite
ubicar las dos caras de este malestar: el estrés y la depresión. El estrés del
sujeto que corre tras el señuelo y la depresión aquel que aquel que deja de
correr pero al precio de ya no querer más nada.
Es por eso que me parece que el psicoanálisis es un
dispositivo que en cierto punto va a contrapelo de esto, y que plantea tal vez
una especie de salida al impasse de este tiempo. No se monta a este imperativo
del amo moderno, de que tendríamos que tratar simplemente los estados de ánimo
del sujeto para reingresarlo rápidamente al circuito sino que abre una vía
distinta para este agobio de la vida moderna, para ese aplastamiento del deseo
por el superyó contemporáneo. Es en ese sentido que podemos esperar algo muy
importante del psicoanálisis en esta coyuntura.
El valor del psicoanálisis frente a la depresión y el
extravío de nuestro tiempo es que nos conduce a otra relación con el saber a
través del inconsciente, a una alegría –que sin desconocer lo real que nos
concierne- nos permite construir una respuesta particular que nos separa de la
miseria.
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